Cuando accedí a la presidencia de la SOFOFA (Sociedad de Fomento Fabril) en junio de 1971, era un rito del cargo ir a saludar a don Jorge. Es que, en esos tiempos, don Jorge Alessandri Rodríguez, expresidente de la República y quien estuvo a punto de ser reelecto a fines de 1970, no solo era un ícono para todos los empresarios de Chile, sino que particularmente para los fabriles, en su calidad de presidente del Directorio de la Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones, una de las industrias más importantes y diversificadas del país.
A los pocos días de mi elección, cumplí con la famosa ceremonia y el coordinador de esa primera cita fue mi amigo y respetado antecesor Eugenio Heiremans quien, además, tenía una antigua relación de respetuosa amistad con el exmandatario. Quedamos de encontrarnos en la antesala de la oficina de Agustinas del augusto personaje unos minutos antes de la hora establecida, pero como Eugenio se atrasó un tanto y nos hicieron pasar a la hora exacta, solo alcanzó a decirme que, si en la conversación don Jorge aludía a la Convención de Talca, evitara hacer preguntas y optara mejor por cambiar de tema; él luego me explicaría de qué se trataba el asunto.
Efectivamente, durante la conversación, y cuando don Jorge enfatizaba las dificultades que me esperaban al mando de la SOFOFA en tiempos de Salvador Allende, agregó: “Y, además, la calidad de sus empresarios es la demostrada en la Convención de Talca”. Quedé intrigado y, apenas salimos de la reunión, insté a Eugenio para que me aclarara el significado de la misteriosa referencia. La respuesta a esa explicación entrañaba una anécdota que hasta el día de hoy me hace reír cada vez que la recuerdo.
Durante la primera presidencia de Eugenio Heiremans, la SOFOFA organizó una gran convención de industriales en la ciudad de Talca. La sesión de clausura tuvo como invitado de honor a don Jorge Alessandri y, una vez concluida, se celebró una cena que, hacia el final, contemplaba un espectáculo que se suponía discreto, dada la relevancia del invitado. Sin embargo, la directiva del evento se despreocupó de los detalles del mismo y dejó la organización en manos de un consejero, especialista y reconocido por ser un buen gestor de fiestas. El resultado no pudo ser más desastroso. Cuando se descorrió el telón, y luego de un estridente anuncio de presentación de unas artistas de variedades denominadas Las Mulatas de Fuego, aparecieron en el escenario tres voluptuosas cantantes y bailarinas brasileñas que, con sensuales movimientos y muy poca ropa, se dirigieron con decisión hacia la mesa de honor donde se encontraba el presidente de la República.
“Yo estaba paralizado de terror –me confidenció Eugenio y agregó–: Por el rabillo del ojo, veía cómo don Jorge se iba poniendo pálido y tieso como una estaca en la medida en que la mulata del medio, de cuerpo impactante, se acercaba y se colocaba justo frente a él, en el borde de la mesa”.
“¿Y qué pasó al final? –Eugenio prosiguió con su relato–: Cuando el acto terminó, el mandatario se puso de pie y solo se limitó a decirme: ‘eso sería todo’. Se dio media vuelta y partió de regreso a Santiago esa misma noche, a pesar de que tenía reservada la mejor habitación del hotel donde se celebró el desdichado evento. Desde entonces, cada vez que quiere referirse a la decadencia del empresariado chileno, alude implacablemente a esa memorable Convención de Talca”.
No pude contener la risa al final de esta narración, sobre todo, imaginándome a don Jorge Alessandri, con su soltería y su conocida misoginia, enfrentando a las formidables Mulatas de Fuego.
Por cierto, mis ulteriores encuentros con el expresidente fueron mucho más serios, aunque no exentos de algunas espinas. Repetí mis espaciados saludos en visitas posteriores y de esas juntas recuerdo dos episodios sensibles. En una oportunidad me recibió con la sorprendente declaración de que no me había agradecido como correspondían mis visitas, y que estas, según él, obedecían únicamente al cariño que le tenía. Contesté con la protesta que era yo el complacido por el privilegio de escuchar sus inapreciables consejos, pero él siguió insistiendo en su teoría y replicó: “Yo le voy a demostrar que me visita solo por el cariño que me tiene. Usted jamás ha hecho lo que le he aconsejado, de modo que viene solo por afecto”. Me costó mantener la compostura ante esa brillante forma de envolver una crítica en un halago, que era tan típica de su personalidad.
Mis visitas al expresidente terminaron algunos años más tarde de forma conflictiva. Resulta que nosotros habíamos hecho todo el diseño de una operación que tenía como propósito evitar la caída de la Papelera en las manos de la UP (Unidad Popular); esta campaña iba a tener como lema La Papelera No, y fui a pedirle a don Jorge que fuera el rostro visible de esta cruzada, a lo que él se negó rotundamente. Recuerdo perfectamente sus razones: “Mire hombre –me dijo– el poder presidencial es incontrarrestable. Todos estos esfuerzos por salvar a la compañía serán inútiles. El único límite que tiene un presidente, como yo lo he sido, es su conciencia y este hombre (se refería a Salvador Allende) no tiene conciencia”. Fue la última vez que lo vi en persona, pero me hubiera gustado preguntarle si seguía creyendo en lo que me dijo cuando Allende era historia y Pinochet gobernaba a Chile.
Es conveniente recordar que nuestra defensa de la Papelera no era porque se trataba de una empresa privada. La verdadera razón era que si esta caía en manos del marxismo, la libertad de prensa se terminaría en Chile. Cabe señalar que esa compañía era la única del país que suministraba el papel de periódico y nosotros, los de la SOFOFA, subsidiábamos muchísimos diarios de provincia para mantener viva la lucha por la libertad de expresión.
Más adelante solo tuve un contacto indirecto con el exmandatario. Mientras me desempeñaba en la presidencia del directorio de la CCU (Compañía de Cervecerías Unidas) y disponía de la única columna crítica en una revista que se toleraba en Chile, Qué Pasa, me pidió una reunión Arturo Matte Larraín, cuñado de don Jorge e inseparable compañero y amigo quien, además, había sido candidato a la Presidencia de la República. Cuando el abogado y empresario se hizo presente en mi oficina, don Jorge estaba presidiendo una comisión creada por el gobierno militar para redactar una nueva Constitución Política del Estado. La sorpresa fue mayúscula porque mi ilustre visitante –que dijo venir en representación de su cuñado y de sí mismo– me planteó la importancia de que persistiera en mi crítica pública al gobierno de Pinochet. “Jorge cree que este hombre (se refería a Augusto Pinochet) es muy peligroso y que hay que contener sus ambiciones y sus disparatadas ideas constitucionales”, sostuvo con todas sus letras. Mi primera reacción fue decirle que esa labor sería infinitamente más eficiente y provechosa si don Jorge pudiera realizar ese acto de advertencia u oposición de manera directa. Eso, en la práctica, equivaldría a decenas de artículos escritos por mí, como era evidente para cualquiera. Sin embargo, la única respuesta que obtuve fueron disculpas debido “a la edad avanzada y la obsolescencia”; a lo que se sumó la sorprendente declaración de que lo que ocurría en el país era problema de mi generación y no de la de ellos. Debo confesar que, en aquel entonces, esa explicación me pareció una muestra de cobardía.
Pese a todos esos desencuentros nunca he dejado de reconocer el extraordinario valor intelectual y la tremenda probidad del expresidente. Sin lugar a dudas, era un hombre brillante y con una capacidad de memoria estadística como no he visto otra. Un gran chileno, por cierto, pero al igual que muchos, también tenía sus agujeritos en algunas partes.