Entre el individuo y el estado, en cuyo territorio habita, existe siempre un vínculo jurídico tácito al que, al traspasarlo del simple plano factual al conceptual, los enciclopedistas franceses llamaron “contrato social”. Ese vínculo jurídico no necesitó conceptualización ni protocolo alguno de formalización para constituirse, y ello porque coexiste con el estado que, a su vez, coexiste con toda comunidad que comparte un territorio. Dicho de otro modo, todo ser humano en realidad suscribe un contrato social por el solo hecho de habitar un territorio regido por un estado, sin importar si es un nativo o un inmigrante, o si su condición de habitante es permanente o transitoria.
El nombre de “contrato social” para designar a ese vínculo jurídico es especialmente feliz porque, como todo contrato, establece los derechos y obligaciones que en él reconocen las partes, los compromisos mutuos que contraen, las sanciones que acarrea su incumplimiento. Sus términos son, por lo demás, fáciles de resumir: mediante ese contrato social, el estado le reconoce y le garantiza al individuo ciertos derechos fundamentales (básicamente los llamados “derechos humanos”), se compromete a entregarle una serie de prestaciones definidas en sus leyes (por ejemplo servicios de salud, educación, protección, etc.), le concede el usufructo de toda una infraestructura que facilita la existencia (como medios de comunicación, de trasporte, urbanismos, etc.), pone a su disposición un sistema judicial que le permite dirimir sus conflictos con otras partes. Además, y en una buena cantidad de casos, el contrato social vincula orgánicamente al individuo con su propia constitución política, lo que, bajo ciertas condiciones, le otorga el derecho a participar en los propios procesos legislativos y gubernamentales.
En cuanto a las obligaciones que contrae el individuo por el solo hecho de ese contrato por adhesión inherente a su condición de habitante, se pueden resumir en forma muy simple: acatamiento y observancia de todas las leyes, normas y reglamentos vigentes en el territorio que controla el estado que es su contraparte y, también, el comportamiento social que define la herencia cultural del país de que se constituye en miembro colectivo.
Por cierto, que el contrato social contempla incumplimientos de ambas partes y regula sus consecuencias. Los incumplimientos por parte del individuo acarrean suspensión, temporal o permanente, de todos o algunos de sus derechos, prestaciones o servicios que ese contrato implica. Existen estados que pueden disponer hasta de la vida del infractor porque llevan al extremo el principio básico de las comunidades humanas que no es otro que aquel que postula que todo derecho supone deberes indisociables.
Pero los incumplimientos del contrato social pueden ocurrir por parte del estado y también acarrean consecuencias. En los estados democráticos modernos existen sistemas judiciales independientes que pueden imponerle sanciones al estado cuando el individuo lo recurre por incumplimiento de sus obligaciones. Peor es el caso, muchísimo mas frecuente en la historia, en que esos sistemas judiciales independientes no existen, porque entonces las violaciones del contrato social por parte del estado se acumulan en un malestar que termina resolviéndose por erupción usualmente violenta, siendo esa y no otra la causa de todas las insurrecciones, revoluciones y golpes de estado que la historia registra con enorme frecuencia. Ello porque el precio que paga el estado por sus incumplimientos contractuales es la pérdida progresiva de su legitimidad, lo que en la antigua China llamaban poéticamente “cancelación del mandato del Cielo” y nosotros, mas prosaicamente, llamamos “el desgaste del poder”.
Por lo antes señalado, toda nación que llega al punto en que su contrato social registra innumerables infracciones de ambas partes se acerca peligrosamente a una crisis cuya gravedad no es posible exagerar. Es por eso que, en los más avanzados, se multiplican los recursos para asegurarse la constante evolución del contrato social y poder garantizarse, de ese modo, que no acumula cuotas importantes de desafección. Y dos principalísimas causas de esa desafección masiva son la falta de oportunidades reales de progreso y la saturación del estado con nuevas obligaciones que no tiene capacidad operativa para satisfacer.
Todo lo anterior, que es una tal vez tediosa acumulación de generalidades que una pizca de sentido común y otra pizca de cultura general hace irredargüibles, es sin embargo necesaria para el esfuerzo por medir en toda su dimensión y complejidad la crisis que aqueja a Chile y que las circunstancias tornaron irruptiva en octubre del año 2019. El llamado “estallido social” y sus secuelas, con el agregado del irresponsable comportamiento de la población durante la crisis sanitaria, demuestran que una parte sustancial de la ciudadanía repudia el contrato social que nos liga y eso lo manifiesta de múltiples maneras: rebeldía, desafección, desprestigio institucional, indiferencia política y electoral, etc. Eso demuestra que no solo se necesita un cambio constitucional, sino que, mucho más allá, se requiere un nuevo marco de convivencia, una nueva estructura social, un nuevo sistema económico, una nueva institucionalidad. En suma, un nuevo contrato social.
A muchos les parecerá que todo eso es una refundación imposible de lograr sin un caos anárquico de por medio. Esos son los que quieren un caos intermedio o los que, temiéndolo, intuyen oscuramente que edificar un nuevo contrato social es mucho más difícil y complejo que modificar una constitución. Al fin y al cabo, una constitución no es mas que el organigrama del estado y un listado de sus principios fundamentales, mientras que el contrato social es todo un marco de vida y que, por tanto, requiere no solo cambios políticos, sino que también sociales, económicos y culturales. Nuestra diferencia con estos últimos es que creemos y confiamos en que esa enorme tarea de refundación es posible sin un baño de sangre de por medio.
En suma, todo lo anterior nos demuestra que el contrato social, siempre omnipresente, trae la buena noticia de que es nuestro pasaporte a una especie humana que, con alegrías y dolores, puede encontrar un camino siempre ascendente utilizando su razón, su esfuerzo y enormes cantidades de compasión. Pero también tiene una lectura pesimista, porque conlleva la demostración de que la vida en sociedad siempre implica una limitación de nuestra libertad al nivel personal. Completamente libre solo puede ser un ser que no tenga más compañía que su propia voluntad. Si es que existe, y yo creo que sí, lo llamamos Dios.
Orlando Sáenz