El credo de Maese Pedro

Esperaba, con impaciencia, la campana de salida de clases. Lo habían comprometido para tocar el órgano en una ceremonia religiosa y tenía que tomar dos buses para llegar a la iglesia en que tendría lugar. Sordo a lo que el profesor estaba explicando, Maese Pedro repasaba mentalmente el repertorio que interpretaría, en el que introduciría –un poco de contrabando– una obra de Bach y otra de Vivaldi, en medio del canto llano gregoriano que prescribía la

ceremonia.

Se llamaba Pedro Villegas, pero todo el mundo lo apodaba Maese Pedro, como lo había rebautizado su mentor, el padre Calixto, en aquellos lejanos días en que, siendo un niñito de preparatorias, había sorprendido al santo sacerdote con sus grandes dotes musicales. Des- de que tenía recuerdo, la música del órgano lo había atraído de tal manera que iba a la basílica del colegio cada vez que podía, con el solo propósito de escuchar el glorioso instrumento. Un día que encontró el templo vacío y oscuro, se atrevió a subir al coro para acariciar sus teclas y fue entonces cuando lo vio el padre Calixto y comenzó la relación maestro-aprendiz que lo había traído al punto en que ahora estaba. Durante años, el buen cura no solo le traspasó todo lo que sabía de la música y su interpretación, sino que se las había arreglado para que los maestros de otras congregaciones e iglesias también lo instruyeran. De la admiración por sus enormes progresos había brotado el apodo de Maese Pedro, que aludía, claro está, al parecido de su nombre con el del organista magistral de una de las más célebres leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer.

Ahora Pedro vivía por y para la música. Su fama se había extendido lo suficiente como para comenzar a recibir invitaciones de otros colegios y parroquias que querían contar con su participación en sus ceremonias litúrgicas. Antes de egresar de la educación secundaria, Pedro Villegas estaba en vías de convertirse en un organista profesional y soñaba con ganar lo suficiente como para aliviar la pobreza de su casa. Era hijo de un exsoldado de la Guerra Civil Española y su padre, llegado a Chile como refugiado, las veía negras para mantener el hogar en el que todo escaseaba, menos el amor entre los que lo componían. Ahora tenía a su disposición varios órganos para practicar y estudiar, de modo que habían quedado atrás los días en que caminaba incontables cuadras para llegar al destartalado piano vertical de un amigo de la familia, que era lo más parecido a un órgano en que podía ejercitarse en los días en que la iglesia del colegio estaba cerrada.

Por cierto, que su carrera musical parale- la lo había aislado de sus compañeros de curso. Aunque la instrucción como organista había sido gratis, el precio indirecto que había tenido que pagar era alto: aislamiento, suspicacia y, en última instancia, hostilidad. En la medida que no se comprendía el mundo en que había entrado, lo habían castigado con la exclusión y su estrecha vinculación con el padre Calixto no había tardado en acarrearle fama de chupamedias y acusete. Peor aún, como la música no pega mucho con el deporte, la gimnasia y todas las actividades que, en esa etapa de la adolescencia, se asocian a la virilidad, también echó fama de mariconcito. Las bromas a ese respecto lo molestaban especialmente porque, en efecto, el despertar de su sexualidad no parecía afectarlo como a los demás y la perspectiva de relaciones con el sexo opuesto más le causaba alarma y re- chazo que cualquier otra cosa.

Al iniciar el último año del colegio, Maese Pedro tenía su plan de vida delineado y decidido. Daría un buen bachillerato, ingresaría al Conservatorio y se costearía sus estudios superiores profesionalizando sus actuaciones como organista. De esa manera, obtendría el respaldo académico para proyectar una carrera de concertista que todos sus improvisados profesores pronosticaban brillante. Lejos estaba, entonces, de suponer cómo el destino daría al traste con todo su proyecto.

Un sábado en que se juntó con el padre Calixto para ejercitarse en el órgano de la iglesia del colegio, subió con él al coro y, mientras se instalaba en el instrumento, vio como el buen cura se arrellanaba en un sillón que allí había y acomodaba en su mano el vasito de jerez que era su solaz, después de los almuerzos de fin de semana. En plena ejecución de una compleja obra, de pronto lo sobresaltó el ruido de vidrios rotos y, al volverse, vio el jerez volcado en el piso y al padre Calixto con la cabeza caída en una postura muy poco natural. De inmediato asumió que algo grave pasaba y corrió, gritando, en busca de auxilio. Pero el buen cura ya estaba más allá de todo socorro, porque un fulminan- te ataque al corazón lo había arrancado de este mundo.

Las consecuencias de esta muerte en la vida de Maese Pedro fueron enormes. La congregación del colegio no tenía reemplazante para el padre Calixto, así que echó mano de este brillante discípulo para todas las necesidades musicales de su iglesia, pero eso no compensó en modo alguno la pérdida del mentor que le abría puertas en tantos otros lugares y que era quien le conseguía las partituras y los libros de teoría y técnica musicales que estaban completamente fuera de su alcance. Había perdido no solo a un mentor, sino a un amigo, un guía espiritual y un escudo contra la hostilidad de sus compañeros y hasta de parte de algunos miembros de la comunidad religiosa. Con el correr de los meses, todo esto lo llevó a un mayor grado de retraimiento y a la sobre idealización de la vida religiosa, en la que se mezclaba el deseo de rendirle un home- naje al santo sacerdote fallecido, al que tanto le debía.

Todo esto fue la base de una decisión trascendental: se haría sacerdote en la misma congregación de su colegio, porque era lo que correspondía a su fe, a su vocación de servir a Dios y a sus semejantes a través del retiro contemplativo, el estudio y la música y, además, a su deseo de retribución al padre Calixto, al que nada podría haberle satisfecho más que ver a su discípulo convertido en su alter ego. Anticipó, además, el regocijo de los otros curas de la congregación, que verían coronado su continuo ruego por despertar nuevas vocaciones que poblaran sus muchas veces mentado seminario en España.

Así pues, no bien hubo rendido un muy satisfactorio bachillerato, le solicitó al padre rector una reunión y, una tarde del temprano verano, volvió al colegio con el ánimo de ofrecer el te- soro de su propia futura existencia. El cura, que era como un toro, grande, poderoso y sanguíneo, lo recibió sin sotana y con todos los signos de estar recién digiriendo un almuerzo bien comido y bien regado. Venciendo la reticencia que no dejó de provocarle el agudo contraste entre lo elevado de su propósito y lo pedestre del ambiente en que lo planteaba, Maese Pedro manifestó su deseo de ingresar como seminarista en esa orden y la honda vocación y agradecimiento que lo movía a dar ese trascendental paso. A medida que esforzaba su elocuencia para exhibir sus mejores colores, notó que las cosas no iban por el buen camino que había imaginado. Entre más avanzaba en su tema, más sombría, roja y colérica se volvía la cara del padre rector y más crujía la silla ante los embates de la agitación de su cuerpo, de manera que el pobre Pedro Villegas estaba aterrado antes de siquiera dejar de hablar.

Pero, ¿cómo podía pretender tal cosa?, bramó el cura. ¿No sabía que había costado una batalla el poder recibirlo como alumno, habida cuenta de sus antecedentes familiares? ¿Ignoraba que su padre había combatido en las filas de los rojos asesinos y, por lo tanto, era un prófugo de la justicia española y seguramente tenía las manos manchadas con la sangre de los patriotas que recuperaron España? El presentarlo como candidato al seminario de la orden en España no solo era algo sin futuro alguno, sino que, además, atraería el desprestigio y el enojo sobre la comunidad del colegio que se atrevía a plantear un despropósito tan obvio. En su caso, más encima, existían sospechas sobre posibles inclinaciones sexuales antinaturales, de modo que no sería él quien propondría el reclutamiento de quien podría ser un peligro para la orden. Varias veces se le habían hecho advertencias al padre Calixto sobre las murmuraciones a propósito de la intimidad que los unía, pero la maldita música había cerrado los oídos, paradojalmente, del cura fallecido y le había impedido apreciar la imprudencia de su conducta.

Las palabras del cura fueron como un río de lava que invadía el alma de Maese Pedro. Se sintió anonadado, vejado, ultrajado en términos que nunca pudo imaginar. Salió del colegio tan abrumado que solo atinó a esconderse para llorar interminablemente sobre las ruinas de todas sus creencias e ilusiones. Esa tarde desapareció Maese Pedro y apareció un Pedro Villegas amargo, duro, sin fe ni confianza, resentido, desmoralizado y desmoralizante, que nunca más volvió a tocar el órgano. Si no había Dios, la iglesia era un edificio ridículo y sin propósito y la música litúrgica ensalzaba a una mera farsa grotesca.

Villegas estudió para contador, con el único propósito de aspirar a un puestecito que le permitiera aliviarle un poco la carga al asesino rojo que tenía en su casa. En esa posición des- cubrió que el mundo estaba lleno de odio, in- justicia, maldad y explotación. Lo que el padre rector había hecho no era otra cosa que obligarlo a aterrizar en el mundo real, el único que había, y dejar, de una vez por todas, ese limbo imaginario que él se había construido y cuyo símbolo era el órgano. En el fondo, le había he- cho un favor de más alcance de lo que el propio cura se imaginaba, puesto que, de paso, le había demostrado la falacia del propio reino celestial que predicaba.

Y, si el reino de los cielos no existía y Dios era un mito, entonces era cierto que la religión era el opio del pueblo, concebida para mantener estoicas a las muchedumbres desposeídas y explotadas con la ilusión de una justicia eterna más allá del efímero instante de la vida. Ahora se daba cuenta de que, si la eternidad no existe, era necesario alcanzar la justicia en este mundo, el único real. Para ello no hay más camino que la revolución social, que destruye las cadenas que oprimen a los pobres explotados y, para lograrla, es necesario trabajar y combatir. Fiel a ese raciocinio, que estimó riguroso, no tardó en enrolarse en el Partido Comunista e iniciar una sacrificada carrera de activista político que, con el curso de los años, le permitió escalar posiciones y alcanzar puestos de responsabilidad en las esferas de la organización. Visitó Rusia, Cuba y varios otros países de la órbita soviética y pudo apreciar de cerca el trabajoso andar hacia la sociedad sin clases que ansiaba para su propia patria.

Aunque nunca había tenido gran relación con sus compañeros de colegio, cada cierto tiempo se enteraba de sus destinos y se interesaba en ellos. Con alguna sorpresa, comprobó que no era el único que se había involucrado en los problemas políticos y sociales del país. Por ejemplo, siguió con atención la carrera pública del Mateo Santos, que fue dirigente universitario y luego comenzó a actuar en las organizaciones patronales de los empresarios. Pero lo que más le sorprendió fue encontrar al Conde en tareas revolucionarias. Seguía tan atildado como en el colegio, pero ya sobresalía en las tareas administrativas de un partido pequeño pero influyente, en que su trabajo de periodista parecía ser bien apreciado. Una vez se había encontrado con él en una reunión de coordinación política, pero las pocas frases que intercambiaron solo demostraron que subsistía poca afinidad entre ambos que, anteriormente, ya los había alejado en el colegio. No podía imaginarse a Zubaldía, al que no en vano llamaban el Conde, en tareas populares y revolucionarias, puesto que su lejanía e impasibilidad seguían oliendo a una naturaleza aristocrática que, poco o nada, tenía que ver con la sensibilidad social.

Por cierto que la conquista del poder por parte de los partidos populares fue para Pedro Villegas como la culminación de su vida de lucha y tesonero esfuerzo. Pero también fue el principio de una gran desilusión, puesto que no tardó en evidenciarse, a lo menos para él, que la revolución no marchaba y que las oposiciones eran formidables. En ese período, alguna vez escuchó discursos o leyó entrevistas del Mateo Santos, que lo ayudaron al convencimiento de que el régimen no tenía futuro si es que no podía controlar una sedición tan evidente como la que en ellas se reflejaba. Aceptar que, como en una tragedia griega, se encaminaban inexorablemente a un colapso de sus sueños e ilusiones, fue tan difícil como el día en que tuvo que asumir su homosexualidad, odiando el que incluso en eso el cura rector hubiera tenido razón.

El movimiento militar que terminó con su gobierno popular lo sorprendió en la industria en la que se desempeñaba como interventor de- signado. Se preciaba de que, a diferencia de todas las otras expropiadas que conocía, la suya funcionara ordenada y productivamente y podía dar cuenta hasta del último alfiler que había recibido en el inventario. Como, además, jamás había cometido un delito ni portado un arma, no hizo nada por impedir que lo detuvieran, convencido de que podría ser maltratado pero que, en el probable juicio que seguirían, se demostraría la imposibilidad de acusarlo de nada punible y terminaría quedando en libertad.

Así y todo, no estaba preparado para que lo amarraran y le vendaran los ojos y para que le pegaran, torturaran y zahirieran durante horas, para luego arrojarlo a una celda oscura donde nunca le dieron de comer. Fue en esas largas horas de dolor, miedo y desesperación que renació Maese Pedro, por tanto, años sepultado por Pedro Villegas, el rojo maricón. Tratando de distraer la mente, para no enloquecer, comenzó a recordar las partituras de su niñez y adolescencia y, a medida que reaparecían las notas ante sus ojos interiores, el propio órgano comenzó a resonar en los vacíos recintos de su alma. Repasó su vida y fue adquiriendo total conciencia de todos sus errores, desde el horrible daño que le provocó la entrevista final con el padre rector hasta la cadena de acontecimientos que lo habían arrastrado a donde ahora estaba. Pero, por grande que fuera el desastre de su vida material, peor aún era su odisea espiritual. Sus desdichas lo habían llevado a renegar de Dios y, en el mundo sin Dios en que penetró, tampoco podía encontrarse el amor y la caridad hacia sus semejantes. El motor de su actividad revolucionaria había sido el resentimiento y en su altar había sacrificado todo lo noble que había en su interior. A través de muchas horas de indescriptible sufrimiento moral, el retumbar del órgano fue testigo de la reconstrucción del alma pura de Maese Pedro hasta que, como otrora en el templo, el coro de voces blancas estallaba en la afirmación rotunda de Credo in unum Deum, Patrem Omnipotentem.

Las iniquidades del mundo lo habían llevado a la negación de la vida sobrenatural y la necesidad de alcanzar la justicia a través de la revolución. Ahora recorría, como en un vía crucis, el camino totalmente inverso y el fracaso político lo llevó a la conclusión de que la sed de amor y de justicia que, en realidad demostraba, era la existencia de una patria sobrenatural donde esa sed podría ser saciada.

Con el renacer de Maese Pedro surgieron los propósitos. Volvería a la música, recompondría la relación con sus abandonados padres, se ganaría la vida como organista profesional y trataría de que sus dolorosas experiencias le sirvieran para ayudar a otros a no extraviar la senda que conduce a la realización personal, que es el otro nombre de la felicidad. Con la formulación de esos propósitos y con el retumbar del órgano en su interior, le llegó el júbilo. El júbilo de estar vivo, el júbilo de tener tiempo para enmendar el rumbo, el júbilo de poder todavía amar y ser amado.

Luego de instantes que parecieron una eternidad, se abrió la puerta y asomó un sargento y un par de soldados, los enfrentó sin miedo y sin angustia. “Ya, maricón, véndate los ojos porque te vamos a llevar a la casa de tu padre”, bramó el sargento, y eso le confirmó que se había producido la comprobación de su inocencia. Mientras, con los ojos vendados y a empujones recorría lo que suponía pasillos e instalaciones que no debía reconocer, el órgano de su imaginación parecía acompañar con sus tranquilizadores so- nidos cada uno de sus pasos. Por eso es que casi no oyó la orden que le dieron a gritos: “¡Quédate tranquilo un rato aquí mientras llegan los camiones!”.

Se apoyó en la pared y bloqueó los ruidos que le llegaban a sus oídos materiales para es- cuchar el órgano que, suavemente, preparaba el estallido del coro. Sintió júbilo y no pudo dejar de unirse a él para gritar, en el momento oportuno, Credo in u…

Mientras los soldados arrastraban los cadáveres de los fusilados, para tirarlos al camión que los llevaría a su destino final de cal y barro, dos de ellos se acercaron al de Maese Pedro y observaron una sonrisa en su rostro. “Mira, este parece que se estuviera riendo”, dijo uno al otro. “Es el que trató de decir algo”, contestó el interpelado, y agregó: “A lo mejor se creyó lo que le dijo mi sargento de que lo llevaríamos a su casa”.

Pero, esta vez, el sargento no había mentido. A Maese Pedro lo habían llevado, en verdad, a la casa del Padre.