Cuando era niño y leía muchos cuentos infantiles, me impresiono mucho uno que se refería a un emperador que deseaba vestir una túnica maravillosa el día de su coronación. Eligió para ello a un prodigioso sastre que le prometió no solo ese traje único y riquísimo si no que dotado de la virtud mágica de que solo lo verían los súbditos suyos de buen corazón y gran lealtad. Para hacer el traje, se le entrego al sastre una gran cantidad de oro y de piedras preciosas y el hombre, cumpliendo su promesa, apareció con su traje para vestir al emperador en vísperas de la ceremonia. Con verdadero espanto, el emperador no pudo ver el traje y, amedrentado, llegó a la conclusión de que era porque su propio corazón era impuro y traidor. Cuando salió a saludar al pueblo, todos sus cortesanos exclamaban sobre la belleza y esplendor del traje hasta que de la muchedumbre surgió la voz de un niño que gritó “¡pero el emperador está desnudo!”, y solo entonces comenzaron todos a reconocer que no veían ningún traje y solo simulaban verlo por temor a denunciarse como impuros y traidores. Por cierto, que entonces el emperador volvió corriendo a su palacio para tapar su desnudez y empezar la persecución del sastre que lo había embaucado para robar los materiales que le entregaron.
Cuando comencé a desarrollar en forma metódica mis estudios históricos, me di cuenta de que las vanidosas víctimas del traje mágico abundan en las páginas que registran el pasado. Se trata de esos títulos pomposos y rodeados de boato pero que en la práctica no sirven para nada y no representan nada. Por ejemplo, reparé en los califas abasidas de la decadencia que lograron huir a Egipto para librarse de la muerte tras la arrasadora invasión de los mongoles a Irak. De allí en adelante hasta principios del siglo XX el título flotó sin ningún significado ni político ni social, pero mantuvo su nombradía y su boato durante varios siglos. Igual se podría decir de la Corona del Reino de Jerusalén que siguieron ostentando algunos soberanos europeos que ni siquiera pisaron la Tierra Santa porque tal reino dejó de existir en tiempos de saladinos. Y así podríamos seguir con una larga lista de esplendores que no significan nada.
Se podría pensar que esto es una historia del pasado y que ya no pasa de ser anécdotas, pero resulta que el mundo actual está lleno de cortes suntuosas que rodean a dignidades que, en realidad no significan ni pueden nada. Tal es el caso, por ejemplo, de la Secretaria General de las Naciones Unidas cargo que parece que no se dio cuenta que el organismo perdió todo su poder y su razón de ser cuando su Consejo de Seguridad vio a sus miembros con derecho a veto dividirse ostensiblemente durante los decenios de la Guerra Fría. Al perder su capacidad ejecutiva las Naciones Unidas, se han convertido en un foro anual, en un show de discursos de mandatarios que van a explicar por qué el organismo es inoperante y por qué cada uno sigue la política que le dicta el crudo juego de los intereses particulares de cada cual.
Esas criticas a la inoperancia de la ONU son reales pero injustas porque fueron precisamente sus grandes impulsores tras el fin de la Segunda Guerra Mundial quienes la mataron en su capacidad de prevenir y apagar conflictos entre naciones con el famoso veto de cualquiera de ellos en el único órgano con capacidad ejecutiva que subsistió y que es el famoso y quebrado Consejo de Seguridad.
Es cierto que las Naciones Unidas tienen agencias descentralizadas que le han hecho bien a toda la humanidad, tales como la UNESCO o la OMS, pero ciertamente para eso no se necesita un edificio en pleno Manhattan con cientos de empleados, ni se necesitan los boatos que rodean a puestos como el de la Secretaria General cuya única función es presidir comidas y cócteles para los cientos de mandatarios que van a la ONU cada vez que quieren pasear por Nueva York.
Ante este panorama desolador de derroche de vanidad y de inoperancia sobresale el hallazgo de Chile que le ha encontrado alguna utilidad al puesto de Secretario Ejecutivo y lo ha hecho cuando inteligentemente ha iniciado la postulación del cargo de Michelle Bachelet. Ese puesto cumple con todos los requisitos de vanidad, de bienestar, de reconocimientos y de altos ingresos a que ella aspira y podría tener la virtud inmensa de mantenerla varios años fuera del escenario político de Chile de modo que podría brotar un verdadero socialismo democrático que ella se ha encargo de destruir en su poderoso empeño por forzar su antinatural alianza con el comunismo marxista.
Claro está, que ello supone que a diferencia de lo que ocurrió cuando fue alta comisionada de los Derechos Humanos de la propia ONU, el cargo de Secretaria General le impediría venir a meter la nariz a Chile casa vez que se le antojaba, pero eso podría bien ser un pacto entre el nuevo gobierno de Chile y ella para que aquel empujara con toda su fuerza su postulación.
Con Bachelet neutralizada por el cargo lleno de honores y sin ninguna importancia que pasaría a ostentar, podría renacer en Chile un centro democrático y partidos tales como el Socialista, el PPD, El Radical y lo que queda de la DC pueden rehacer un programa nacional que los dote de una sólida doctrina política y que recoja el hondo sentido de una parte muy importante de la población chilena y que se ha frustrado al verlos empeñados en una alianza de fondo incompatible con la izquierda marxista que tiene su nicho bajo el alero del PC.
Así pues, adelante con la candidatura Bachelet y que sea el mundo y no Chile el que pague con sus aportes el boato que a ella la complace.
Orlando Sáenz