DE SPENGLER A EMERSON

En 1917, hace ya más de un siglo, Oswald Spengler publicó su obra “La Decadencia de Occidente”, sin duda uno de los libros más brillantes y trascendentales de todo el siglo XX.  En él, el gran filósofo alemán planteó una sorprendente y revolucionaria tesis que objetaba la concepción de la historia que se tenía por axiomática desde los tiempos de Heródoto: la historia es el registro del acontecer humano.  A esa definición, que aun acepta sin objeción alguna la mayor parte de la humanidad, Spengler opuso su hipótesis: la historia es la ciencia que estudia el ciclo vital de las civilizaciones, que son los entes protagónicos del devenir humano.  En esa concepción, las civilizaciones son especímenes vivos que, como tales, nacen, crecen, culminan, declinan y mueren.


Para “demostrar” su tesis, Spengler identificó las civilizaciones, pasadas y presentes, de que tenemos noticias y, como un médico cirujano que analiza cadáveres y pacientes vivos, determinó las etapas que ya recorrieron o están recorriendo de ese ciclo vital.  Y ese examen, más parecido al de un médico que al de un historiador, concluyó su diagnóstico referido a nuestra civilización occidental, que fue el que motivo el título de su obra porque determina que ella ya había entrado en su fase terminal.


La genial teoría de Spengler, que choca frontalmente con la ultra individualista teoría de Emerson (“la historia es la biografía de los grandes hombres”), es más bien una deslumbrante colección de intuiciones que una rigurosa demostración de ellas.  Probablemente habría pasado simplemente por tal si Arnold Toynbee no las hubiera fundamentado con inconmensurable erudición en su monumental “Estudio de la Historia”, que pasa de los veinte tomos.  Y, lo más importante de todo es que lo ocurrido en el siglo largo que ha trascurrido desde la publicación de “La Decadencia de Occidente”, se han cumplido rigurosamente los síntomas de descomposición que allí se pronostican: la ampliación del proletariado interno, el asalto del proletariado externo, el escepticismo religioso, las guerras fratricidas, el choque con otras civilizaciones, etc., etc.


Según la tesis que comentamos, las civilizaciones crecen y se fortalecen cuando resuelven exitosamente su más apremiante problema existencial y la decadencia terminal comienza cuando fracasan en la feliz solución del problema fundamental siguiente.  Es lo que Toynbee llama el mecanismo del “desafío y respuesta”.  Hay que detenerse en este punto porque ahora, en estos últimos años, ha asomado con fuerza el desafío ante el cual nuestra civilización no está teniendo respuesta.  Y ese desafío no es otro que el de definir con claridad y clarividencia el sutil límite entre el respeto de los derechos humanos y la imprescindible necesidad de ordenada gobernabilidad que exige la vida en sociedad.  Es la imprecisa definición de ese límite lo que provoca los mayores problemas de la vida moderna en las democracias occidentales: ¿cómo enfrentar las migraciones masivas? ¿cómo enfrentar la delincuencia y la sedición? ¿cómo controlar el tráfico y consumo de drogas? ¿cómo resguardar el orden público constantemente alterado por el sobresalto provocado por las llamadas redes sociales? ¿cómo manejar el fraccionamiento político que provoca esa especie de democracia directa que permite la revolución digital? ¿cómo neutralizar a las fuerzas antisistémicas sin desvirtuar los principios mismos en que se basa la democracia representativa?.


Frente a ese problema trascendental, el sistema de la democracia representativa que es consustancial con la civilización occidental no tiene una respuesta clara ni, mucho menos, unánime.  Y ello porque todos sus sistemas judiciales, y sobretodo los penales, se basan en el principio de que el infractor pierde, temporal o permanentemente, parte de sus derechos humanos.  Hay estados que al criminal le quitan hasta el derecho a la vida, pero es un hecho que el límite a ese principio no está definido con precisión ni siquiera en las democracias mas avanzadas.  Sin embargo, en ninguna parte se pone todavía en duda que la represión y castigo del infractor es indispensable y que ello implica una vulneración de sus derechos humanos, básicamente el de la libertad que es, desafortunadamente, el más importante de ellos.


En suma, no cabe duda que nuestra civilización dio un paso gigante hacia la plenitud democrática cuando universalizó el compromiso de respeto a los derechos humanos bien determinados, pero tampoco cabe duda que impuso ese principio a democracias representativas que son estructuralmente incapaces de administrarlo sin ambigüedades y con márgenes razonables de consenso interno.  El resultado ha sido una sensible pérdida de gobernabilidad que ha aumentado exponencialmente la inestabilidad política que fomentan incansablemente los enemigos tradicionales de ellas, la que se suma a la mayor vulnerabilidad ante la demagogia y el populismo.   Visto esto, no puede eludirse un diagnostico terminal para el sistema democrático tal como lo conocemos hasta ahora.  


Ahora bien, para estudiar y comprender la decadencia de nuestra civilización tal vez el objeto de estudio no esté en las más grandes y poderosas democracias occidentales, como son las de Estados Unidos y Europa Occidental, si no en las más débiles como son las de América Latina, puesto que es aquí donde la descomposición es más rápida y evidente.  Se trata de sociedades donde la democracia ha sido siempre frágil, puesto que esta impuesta sobre pueblos con mestizaje inconcluso y sacudidos por frecuentes caudillismos.   Y, si de la hora de elegir punto óptimo de observación se trata, es del caso destacar las ventajas para ello del caso chileno, no porque esta reflexión se escriba en nuestro país si no que, objetivamente, porque aquí se dan condiciones particulares que aceleran el proceso de descomposición sistémica y comprimen en pocos años procesos que en otras partes se desarrollan con mayor lentitud.  


Esas condiciones acelerantes especiales que imperan en Chile son fáciles de enumerar, pero requieren análisis más profundos que no caben en esta reflexión por lo que los comprometo para una futura pero inmediata.  Entretanto invito a mis lectores a un sucinto resumen alcanzado durante nuestro paseo Spengleriano.


  • Lo ocurrido desde la publicación de “La Decadencia de Occidente” tiende a ratificar la tesis de Spengler de que nuestra civilización occidental ha entrado en su fase terminal.

  • Eso ocurre porque no ha podido enfrentar exitosamente el problema sutil de compatibilizar el respeto a los derechos humanos con la necesidad de gobernabilidad que exige la vida en sociedad.

  • El estudio de esta decadencia terminal es mejor hacerlo en la periferia que en los centros más potentes de esa civilización.  La periferia de América Latina es la más adecuada y, dentro de ella, la de Chile es especialmente adecuada por circunstancias especiales.


Así pues, nuestra incursión de la mano de la tesis histórica de Spengler nos conduce a un mal pronóstico para la democracia representativa en todo el ámbito de nuestra civilización occidental y a uno todavía peor para el caso especial de América Latina y particularmente de Chile.


Tal vez por eso, y para evitar un deprimente pesimismo, nos convenga ser menos spenglerianos y más emersonianos.  El filósofo norteamericano nos ofrece, al menos, la posibilidad de la emergencia súbita de un “caudillo enigmático” que cambie el curso fatal de la historia.  Mal que mal, ha aparecido tres veces ya para evitar el colapso del estado chileno y todos conocemos sus nombres: Diego Portales, Carlos Ibañez, Augusto Pinochet.


Orlando Sáenz  


Nota: debe tenerse en cuenta que Spengler y Toynbee utilizan el término “proletariado” para designar a quienes ya no adhieren volitivamente al contrato social tácito que los liga con el estado en que viven.  No es, pues, un término que presume un cierto estatus social o económico.


Para la tesis de Emerson, es útil repasarla en su obra “De los Héroes.  Hombres representativos”.


OSR