¡Seguridad, seguridad!

Desde que el ser humano aprendió a registrar sus pensamientos y sus sentimientos se han acumulado los infinitos y abrumadores testimonios de que es la seguridad – la suya propia, la de su familia, la de sus bienes – la garantía por la que está dispuesto a pagar casi cualquier precio, incluso, a veces, el de la libertad.  Buscando la seguridad es que concibió las religiones, para auspiciar a seres superiores que tuvieran poder hasta para protegerlo de las catástrofes naturales.  Buscando la seguridad es que se hizo súbdito de estructuras de poder con frecuencia opresivas.  Buscando seguridad fue que humildes campesinos y artesanos le reconocieron a su señor feudal privilegios humillantes porque, con sus mesnadas, los ponían a cubierto de bandidos y de invasores.  Buscando la seguridad es que el altivo norteamericano acepta los peores desmanes de su gobierno cuando este invoca necesidades de la “seguridad nacional”.

 

La expresión de la suprema admiración que el ser humano le profesa a la fuente que cree que garantiza su seguridad ha alcanzado con frecuencia la perfección del simbolismo más profundo.  La “monarquía bajó del cielo” grabó en piedra algún sumerio en los albores del III Milenio AC cuando aceptó un sistema capaz de imponer la ley y el orden, que es la forma política de definir la seguridad.  El pueblo chino solo legitimaba una nueva dinastía cuando las invasiones extranjeras o las catástrofes naturales le demostraban que había caducado “el mandato del cielo” que consagraba el poder de la dinastía anterior.  Expresiones como “divino señor de los dos países”, “Cesar semidiós”, “sombra de Dios en la tierra”, “padrecito el Zar”, “vicario de Dios en la tierra” y tantos otros nombres simbólicos son el reflejo de la infinita adhesión que en el ser humano despierta la fuente que garantiza su seguridad.

 

Todo lo señalado, que podría parecer como una divagación sin propósito, es necesario para establecer, sobre bases inamovibles, la afirmación de que es requisito indispensable para la aceptación y el acatamiento de un gobierno y de un estado el ser visto por su ciudadanía como garante capacitado de su seguridad.

 

Asumido esto, es fácil comprender por qué ha desaparecido casi por completo la aceptación ciudadana del gobierno del Presidente Sebastián Piñera y por qué ha muerto como proyecto político.  Ello ocurre porque ha dejado de ser garante del orden público y del imperio de la ley, o sea ha dejado de garantizar la seguridad ciudadana.  Puede haber muchas posturas frente a lo ocurrido, pero hay unanimidad en aceptar que hoy el gobierno no garantiza la seguridad de sus conciudadanos ni es capaz de controlar el orden público en zonas urbanas de relevancia en las principales ciudades del país.  En suma, ha permitido que Chile ingrese en la ya larga lista de estados fallidos, entendiendo por tales aquellos que no ejercen soberanía en determinadas áreas de su territorio, como es el caso de México, Venezuela, Nicaragua, Irak, Siria, etc.

 

Los chilenos que ven como, diariamente, están inermes antes hordas que nadie controla, callan, sufren, pero no olvidan; se humillan, pero no perdonan.  Y como son la mayoría, se puede estar seguro de que el próximo mandatario chileno será aquel que, aunque todavía no asoma, sea capaz de comprometerse creíblemente a restaurar la paz y el imperio de la ley en todo nuestro territorio.  

 

Es ciertamente posible que la institucionalidad chilena, de centenaria fortaleza, todavía haga posible que el Presidente Piñera cumpla todo el periodo de su mandato.  Pero, en ese caso, es francamente temerario que, en su extrema debilidad, pretenda presidir un proceso constitucionalista de dos años celebrado en un ambiente de crispación pública como no conocíamos desde 1973.  Los disidentes le tomaron el pulso en la Araucanía, en los liceos emblemáticos y en lo que va de la poéticamente llamada “protesta social”, de modo que saben que no hará nada enérgico para salvaguardar votaciones ciudadanas de enorme trascendencia en un periodo en que habrá amplias oportunidades para el desorden, el saqueo y el matonaje.

 

Quien escribe estas reflexiones fue un votante del señor Piñera, y por lo tanto ellas le son penosas.  Por eso es que se atreve a plantear un consejo, cual es el de asumir que el Presidente le debe una explicación a su pueblo de por qué optó por dejar en la indefensión a la mayoría ciudadana cuando enfrentó el “estallido social”.  Ello es necesario porque la respuesta a esa pregunta es el mayor factor de división entre los chilenos, o sea entre quienes creen que fue por debilidad y egoísmo y los que creen que fue porque sabía que no podía actuar de otra manera.  La respuesta importa mucho, porque sitúa el mal en una persona, que es siempre reemplazable, o en una institucionalidad enferma que es necesario corregir si es que deseamos seguir siendo un país libre y factible.  Sabemos que exige mucho valor tomar tribuna para sincerar ese aspecto, pero lo recomendamos en la esperanza de que todavía exista algo del presidente que se jugó su primer gobierno al rescate casi imposible de un puñado de chilenos sepultados bajo miles de toneladas de roca.  Estamos seguros de que esa aclaración sería el mejor servicio que todavía el Presidente Piñera le puede rendir a su patria.

 

Al fin y al cabo, la esperanza es lo último que muere.

 

Orlando Sáenz