Los inocupables

A la vuelta de mi oficina, sobre una plancha con que una sucursal bancaria pretendió proteger sus vitrinas del vandalismo rampante, un “manifestante” escribió algo que le salió del alma: “Unos juntan plata, yo junto rabia”.  Basta leer esa frase y darse una vuelta atenta por Miami para comprender lo que ocurre incidentalmente en Chile y crónicamente en Latinoamérica mejor que estudiando sesudos tratados y complejas estadísticas elaboradas por politólogos, sociólogos, economistas, analistas, políticos e historiadores de los más variados tipos y tendencias.  La frase en la pared nos delata la existencia, ya multitudinaria, de un individuo que actúa movilizado por el odio, el resentimiento y un agudo complejo de inferioridad.  Odia al que juntó plata, porque es eso lo que a él le gustaría tener pero no puede y, antes de reconocer que ello ocurre por su propia falta de voluntad y de capacidad, opta por culpar a otros, al sistema, al estado, a los ricos, a Dios o al cosmos todo por su marginalidad.  Le ayuda a esa tranquilizadora transferencia de culpas la caterva de demagogos que diariamente le aseguran que su situación es culpa del sistema institucional que lo esclaviza, lo discrimina y lo excluye.  Si se tratara de un individuo aislado, sería cuestión de un tratamiento terapéutico de tipo psicológico, pero cuando ese anónimo escritor de paredes es el prototipo de una multitud que se refleja en muchísimos lemas similares que cubren las murallas a la calle de todo un país, entonces es que algo anda mal y que no es posible ignorar que Chile ha acumulado un considerable porcentaje de su población cuyo motor es el odio, el resentimiento, la frustración y, en última instancia, el complejo de marginalidad.  Y la alarma recrudece cuando adquirimos conciencia de que ese inquietante trasfondo social lo comparten, cual mas cual menos, todos los países latinoamericanos y que es lo que produce estallidos sociales esporádicos en todos ellos y cada vez con más frecuencia. ¿Cómo clasificar correctamente a los sujetos de ese trasfondo social de modo de detectar la causa que los genera y los multiplica?  Elijo el apelativo de “inocupables” porque alude correctamente tanto a su frustración como a la causa de ella.

 

Tal como, en su momento, la revolución industrial precipitó una masiva trasformación del campesinado agrícola en proletariado urbano al costo de décadas de profundas crisis sociales, la muchísimo más rápida y radical revolución tecnológica ha comenzado a alterar profunda e irrevocablemente al sistema productivo mundial provocando una gigantesca trasformación del proletariado urbano en una fuerza laboral altamente preparada y tecnificada.  Esa trasformación tomará décadas de crisis sociales de magnitud nunca vista porque devalúa y reemplaza el trabajo físico no educado para valorizar el trabajo intelectual cada vez más capacitado.  Durante el proceso de trasformación, crece exponencialmente la clase de los que llamo “inocupables”, refiriéndome a aquellos que, por falta de educación y de disciplina personal, simplemente no entran en el sistema productivo de niveles de tecnicidad nunca antes vistos.  Toda sociedad, aun en épocas estáticas, carga con un cierto número de “inocupables”, pero estos son fruto de la falta de educación y de flojera personal (son los que las estadísticas clasifican como “ni estudia ni trabaja”), pero cuando se precipita una revolución tecnológica que implica una mutación radical de la productividad del sistema generador de bienes y servicios, el crecimiento de la masa de los “inocupables” se hace exponencial y se inaugura una etapa de profundas crisis de la convivencia social.  Este proceso es especialmente álgido en países de débiles economías y estados deficientes y dispendiosos, como son, cual mas cual menos, los latinoamericanos.

 

Si, conforme a lo indicado, se asume finalmente que la producción de los “inocupables” es ya masiva y estructural, se impone responder acertadamente a dos interrogantes: ¿qué hacer con ellos?, ¿cómo amortiguar el efecto de su descomposición social?

 

Hay quienes, con más optimismo que razones, postulan que el prodigioso avance tecnológico terminará generando más empleos que los que inicialmente destruye.  Aun suponiendo que ello sea así, hay que tener en cuenta que esos empleos requerirán otros trabajadores distintos a los “inocupables” de hoy.  De modo que el problema de qué hacer con ellos subsiste y hay pocas dudas de que sea el mayor desafío que enfrentará en los próximos años  no solo  nuestro país, no solo  todos los latinoamericanos, no solo los de la llamada cultura judeo – cristiana – occidental, si no que los del mundo entero.  Ciertamente que no es este el lugar para insinuar ideas que podrían aportar algo a la solución de este inmenso problema, pero no está de más recordar que hay una función económica que el “inocupable” desempeña por muy enfurecido que esté, y es la de consumidor.  Y, como el consumidor es siempre el motor que necesita el desarrollo productivo, es cosa de ponerse a pensar cómo se puede inyectar poder adquisitivo en ese espécimen social sin desbaratar el funcionamiento financiero.  A ese respecto es bueno recordar la receta que Keynes le trasmitió a Roosevelt para sacar a Estados Unidos de la “Gran Depresión”: “contrate cientos de cuadrillas para que caven zanjas y contrate otros cientos para que las tapen”.  Y eso es lo que el gran país del norte ha seguido haciendo por casi un siglo: inyectar poder adquisitivo en su generosa población para mantener en pleno funcionamiento el mayor motor de desarrollo económico que conoce la historia.

 

¿Qué deben hacer los gobiernos para capear el penoso periodo de digestión de los “inocupables”?  Fomentar con todas sus fuerzas la educación tecnológica y la inversión creadora de nuevas fuentes de trabajo y esa obvia tarea apunta a la radical inferioridad de los países latinoamericanos en relación a los de otras regiones del mundo, porque para esa tarea se requieren gobiernos estables, serios, responsables, con políticas de estado y garantes de una certeza jurídica que son los requisitos indispensables para un generoso flujo de inversión productiva.  Es del caso reconocer que gobiernos con esas características son “rara avis” en nuestro continente.  

 

Lo del atento paseo por Miami es aconsejable porque probablemente no hay mejor lugar para apreciar el efecto de los “estallidos sociales” en Latinoamérica.  Es como el espejo del fracaso perenne de Latinoamérica porque esa gran ciudad, que hace medio siglo era un dormido cementerio de jubilados, se ha convertido en una urbe pujante, siempre en expansión y rebosante de riqueza gracias a los aportes humanos y de capital que incesantemente fluyen de nuestro continente al sur del Rio Grande.  Cada vez que hay un estallido social como el que estamos conociendo, surge en Miami un nuevo barrio atribuible a los capitales y a los capacitados emprendedores que huyen del país latinoamericano protagonista.  Esos barrios son como el depósito de la sangre vital que huye de nuestro continente meridional para alimentar a nuestro vecino del norte.  Ya hay allí una Pequeña Habana un barrio argentino, otro brasileño, otro venezolano y pugnan por existir lo de los países que aún faltan.  No podemos perder las esperanzas de que muy pronto exista allá una “Nueva Las Condes” como nuestro aporte a ese espejo que refleja con crueldad el fracaso latinoamericano.

 

No quiero vivir para verlo.

 

Orlando Sáenz 

 

Nota: La emergencia sanitaria está agregando otro factor poderoso al crecimiento de los desocupados.  Se corre el riesgo de confundir al cesante por esas circunstancias del que hemos llamado “inocupable”, lo que se puede traducir en continuar ignorando el problema estructural que representan estos últimos.  Cuando la emergencia pase, la creación de empleos será la más urgente de todas las necesidades, pero ello solo servirá para volver a la normalidad anterior y para nada habrá tocado el problema estructural que pretendemos señalar.