LA SEGUNDA OPORTUNIDAD

No cabe duda de que el acuerdo parlamentario para un nuevo proceso constitucional complace a la mayoría sensata de nuestro país.  Muestra un camino viable para dotarnos de una nueva constitución, el  que tiene por delante la dura misión, de proponer un texto que reúna cualidades indispensables: apoyo muy mayoritario, flexibilidad para ser constantemente complementado con enmiendas (como ocurre con la constitución norteamericana), un sistema electoral completo y equitativo, nítida separación e independencia de los poderes del estado, etc.

Pero la complacencia no debe confundirse con el optimismo, puesto que al procedimiento acordado se enfrentan tres formidables peligros: el de ser inutilizado por fuerzas políticas que ciertamente no pueden haber concurrido a su aprobación con propósitos constructivos; el de tener que producir un texto mejor que lo que ya tenemos; y el de evitar que su aprobación popular no sea vista como un referéndum sobre el propio gobierno en el cual trascurre su aprovechamiento.

Cabe observar que, dada su composición, el nuevo camino acordado va necesariamente a garantizar la definitiva defunción del revolucionario programa con el cual el PC y el Frente Amplio llevaron a la Moneda al Presidente Gabriel Boric.  ¿Ve alguien a estas fuerzas políticas de extrema izquierda resignándose mansamente a una constitución que, para ser aprobada, va a requerir la consolidación de un régimen de democracia burguesa representativa y  un sistema económico basado en la libre iniciativa y muy fácilmente confundible con el neoliberalismo de que esas fuerzas abominan como parte integral de su propia identidad?   Yo, definitivamente no creo que eso sea posible.

También cabe observar que, para gestar un buen proyecto constitucional, habría que validar todo lo bueno que realmente tiene la constitución que hoy nos rige, lo que implica evitar el riesgo de descalificación previa de cualquier parecido con ella.  Para este propósito, debe tenerse en cuenta que la demonización en bulto de la constitución de 1980 se basa en un principio sacrosanto para gran parte del espectro político chileno, como es la premisa de que todo lo que se haya originado en el régimen militar es necesariamente malo y, por lo tanto es imperativo cambiarlo. 

Todos nosotros, en el trascurso de la vida, sabemos que la solución de cada problema contiene elementos positivos y también contiene elementos negativos.  Solo que  eso que aceptamos diariamente no es curiosamente aplicable a las creencias religiosas o políticas en que, para la mayoría, o solo hay aspectos positivos o solo hay aspectos negativos.  Pero la verdad es que el blanco y el negro absolutos son muy escasos y, no nos resignamos a reconocer que todos los gobiernos tienen algo de bueno y algo de malo, siendo el régimen  militar uno particularmente acogido a esos predominios de los tonos grises.  El régimen al que aludo tuvo aspectos verdaderamente inaceptables (como la violación de los derechos humanos y el afán de prolongación indefinida), pero tuvo muchos aspectos positivos al punto de ser el gran arquitecto de un país capaz de prosperar hasta la total eliminación de la extrema pobreza, lo que es una hazaña casi única en la historia.

Debido a estas circunstancias, frente al acuerdo de procedimiento constitucional cabe la satisfacción y la esperanza, pero no cabe el optimismo. Tenemos que prepararnos para la desilusión porque la meta que se propone tiene muchas más probabilidades de fracasar que de triunfar.  Debemos asumir que la coalición de extrema izquierda que llevo a Boric a la victoria presidencial no puede terminar suscribiendo un  proceso que es una vía de solo un tránsito hacia una constitución muchísimo más parecida a la actual que al proyecto fundacional que simbolizó al actual ocupante de la Moneda.  Ya han  hecho un sacrificio impensado al aprobar la ruta preconizada por un acuerdo entre Boric y la propia derecha política, de modo que no van a poder, ni si se lo proponen, sacrificar las doctrinas que conformar su propia identidad.

Así pues, lamento tener que escribir que, si bien me esfuerzo por estar optimista, en verdad todo lo que huelo es olor a pólvora, el típico de un choque de intenciones entre fuerzas irreconciliables, como es el que ha conducido a la democracia chilena a su crisis más profunda. 

Chile tiene una segunda oportunidad para restaurar su maltrecha estabilidad política, social y económica.  Pero el camino está sembrado de enormes dificultades y lo más probable es que tengamos que vivir todavía mucho tiempo en la incertidumbre del futuro.
Orlando Sáenz