La ley de los grandes números

Una de las reglas matemáticas que rigen los juegos de azar es la llamada “ley de los grandes números”.  Postula que cuando un evento opcional se repite un gran número de veces, sus resultados tienden a igualarse.  Es esta la ley que permite el cálculo anticipado del rendimiento que producirá una mesa de juego a lo largo de una temporada, de modo que cada vez que se inaugura un casino, los empresarios han utilizado esa ley para calcular lo que serán sus beneficios.

 

Por eso es que los que fuimos educados en la disciplina de las ciencias exactas somos desconfiados y críticos cada vez que ocurre algo que contradice las leyes matemáticas que sabemos inexorables.  Y ocurre que en Chile pasan este tipo de cosas que, con frecuencia, desafían a la ley de los grandes números.  Y, para ilustrarlas, vale la pena recurrir a tres ejemplos.

 

Las tendencias pedófilas se dan, lamentable y reiteradamente, en muchos individuos, independientemente de sus posiciones sociales, oficios o credos.   El desgraciado caso de volverse incontrolables al punto de convertirse en un delito detestable, debería estar repartido casi parejamente en todo los sectores en que adultos tienen contacto habitual con niños indefensos.  Cuando siete u ocho de cada diez denuncias se dan en solo una organización, se está en presencia de una fragante contradicción con la ley de los grandes números y como es inverosímil que esa organización tenga por norma reclutar a individuos con tendencias pedófilas, se puede estar seguro de que algo o alguien esta hurgando los casos en ella predominantemente.  Es lo que está ocurriendo, con epicentro actual en Chile, con la Iglesia Católica.  No quiere decir esto que las denuncias sean falsas, pero si quiere decir que existe alguien dedicado a detectarlas precisamente allí.

 

Ahora bien ¿quién podría beneficiarse o tener interés en demoler el prestigio de una organización como la del a Iglesia Católica? Vale la pena dejar la respuesta a cargo de la imaginación de cada cual, pero a nosotros se nos ocurren dos: una lucha de poder dentro de la propia Iglesia en que un sector busca desestabilizar a otro, o la existencia de una organización externa a la que le conviene el desprestigio y la crisis dentro de la organización clerical.  Y no podemos olvidar que la Iglesia Católica ha juzgado papeles preponderantes en acontecimientos tan grandes como el derrumbe del marxismo, el degaste de la dictadura militar, o el debate valórico trasversal en todas las culturas occidentales.  Ciertamente que no le faltan enemigos interesados a la Iglesia Católica, y es seguro que alguno o algunos de ellos están escarbando el pudridero que parece haberse desarrollado en ella y en exacerbarlo con todos los medios a su alcance.  Lo que sí está meridianamente claro es que a la Iglesia le falta sacar del fondo de su milenaria historia algún nuevo Gregorio VII o León el Grande para ordenar la casa y detener al moderno Atila con su invicto báculo.

 

Otro caso de contradicción con la ley de los grandes números es el de los acosos sexuales.  Como se trata de descontroles del lívido masculino, no hay razón alguna para que se concentren todos los casos conocidos en un determinado sector de la sociedad.  Y ocurre que casi la totalidad de las denuncias siempre recaen en gente ligada a los espectáculos o a individuos de notoriedad pública.  En este caso la concentración tiene posibles explicaciones muy relevantes.  Como la denuncia es ya suficiente para destruir la fama y la carrera del acusado – con la entusiasta colaboración de medios de comunicación que viven de ello – ese sector es demasiado vulnerable a la extorsión psicológica y se puede estar segura de que muchos de ellos han pagado para eludirlas.  Para evitar esta clase de peligros bastaría con tomar medidas como las que se sugieren en el relato bíblico de la Casta Susana.  

Pero tal vez el caso más lamentable y peligroso es el del castigo a las violaciones de los derechos humanos.  En las dos décadas comprendidas entre 1970 y 1990, la sociedad chilena vivió una inédita tensión y polarización social.  Durante ese tiempo desdichado, se cometieron numerosas violaciones a los derechos humanos perpetrados por diferentes organizaciones públicas, privadas, políticas y hasta foráneas.  Como forma de curar esas heridas, se implementó, en la medida de lo posible, el castigo de estos crímenes.  Pero ocurre que los únicos castigados, a casi medio siglo de distancia, son militares subalternos en los momentos más crueles de ese periodo nefasto.  Eso no es solo una fragante anomalía de la ley de los grandes números si no que es un aberrante aprovechamiento político de una iniciativa que inicialmente fue muy noble.

 

El mero sentido común indica que, cuando hay decenas de militares castigados y nunca se castigó a ninguno de los participantes de otra categoría, hace sospechar que lo ocurrido tiene móviles muy pocos nobles y justicieros.  Basta un solo caso a recordar.  Nunca siquiera se denunció a los jueces que violaron los derechos humanos al negar justicia a todos las victimas mientras duró el régimen militar.  Nunca se castigó como correspondía a asesinatos tan brutales como los de Edmundo Pérez, el General Schneider, el Senador Jaime Guzmán o los escoltas del General Pinochet en el atentado del Melocotón.  Basta esta anomalía numérica para comprender cuánto de injusto es lo que ahora ocurre y como se ha convertido en un derrotero político el castigo a los militares subalternos.  Para mejor explicitar ese aprovechamiento, es suficiente que su principal promotor sea el Partido Comunista, el mismo que ha protagonizado los peores casos de violación de derechos humanos que registra la historia universal y que hoy no titubea en apoderarse de banderas que son blasfemas por solo caer en sus manos.  

 

Este repaso a una fórmula matemática bien puede terminar con un consejo.  Cuando se vea concentrar denuncias solo en un sector, como ocurrió con el financiamiento irregular de las campañas políticas, es mucho más seguro acercarse a la verdad a través de la ley de los grandes números que leyendo diarios o viendo noticiarios que se ganan la vida con el escándalo y la destrucción de honras.

 

Orlando Sáenz