La gratuidad inteligente y sustentable

Le debo a la gratuidad mi título de Ingeniero Civil.  Muy probablemente mi padre no habría podido pagar el costo de la colegiatura que hoy tiene una carrera como esa en una universidad de excelencia, como ya entonces era la Pontificia Universidad Católica de Chile (PUC).

 

--“Pero ¿cómo?  ¿Gratuidad en 1960? ¡Este señor tiene que estar mintiendo!  ¡Todos sabemos que la gratuidad en la educación superior la bajó del cielo Santa Michele en su segundo mandato!”-, es lo que estaría diciendo la mitad de Chile tras leer el párrafo anterior.  

 

Pero estoy diciendo la pura verdad.   Tras el pago de una “matricula” anual casi simbólica (tal vez unos cien mil pesos de dinero actual)… eso era todo.  Y el cuento de que para acceder a esa gratuidad había que tener sangre azul, o ser hijo de un notable, o haber estudiado en un colegio particular de prestigio, o ser beato o pechoño, era otra de las patrañas políticas que inventa la izquierda chilena para fomentar el odio de clases con que nutre a su rebaño.  En la PUC de esa época no existían las discriminaciones, ni siquiera las religiosas (de hecho, tuve compañeros que no eran católicos).

 

¿Cómo era posible una gratuidad universal en ese Chile tanto más pobre que el actual? Era posible porque estaba asociada a un alto nivel de exigencia académica.  Para demostrarlo, voy a describir algunos ejemplos.

 

Para entrar a Ingeniería, aparte de un buen resultado en el examen de Bachillerato (nombre que entonces se le daba a la actual PSU) había que rendir un examen de admisión cuyo buen resultado daba acceso a uno de los 150 cupos que era la cabida para el primer año.  A mitad de él, se rendía la llamada “prueba eliminatoria”, tras la cual seguimos los 40 aprobados.  ¿Qué fue de los otros 110?  Se repartieron entre abandonos definitivos y postulantes al llamado Curso C, en el que se repetía y profundizaba la materia del primer semestre y en que la aprobación daba derecho a repetir el primer año sin pasar por el examen de admisión.

 

Se trataba de curriculums cerrado y anuales y, por tanto, no existían los créditos.  Si se repetía un año, se repetía el curriculums completo, sin importar que algunos ramos se hubieran aprobado en el año anterior.  Eso era importante porque se protegía la orgánica que relacionaba los ramos entre sí y para la cual era esencial la simultaneidad.  No se podía repetir dos veces un curso, salvo en casos muy especiales y calificados, de modo que no era tan raro ver a algunos que tenían que abandonar en segundo o tercer año.  En cambio, era muy raro el que no terminara siendo Ingeniero si había logrado llegar a cuarto año.

 

Sería demasiado largo describir en detalle el nivel de exigencia que jalonaba la carrera.  En 1959 egresamos 18, y solo 12 veníamos juntos desde ese primer año con 150 compañeros.  Pero de los 40 que pasamos esa lejana eliminatoria, casi todos se titularon aunque con mayores demoras.  Pero ¡qué nivel de calidad se obtenía! ¡Me cuesta recordar alguno que no haya dejado huellas señeras de su desempeño profesional en empresas, en la administración pública, en agencias internacionales o en el propio gobierno o el Congreso Nacional!.

 

En ese nivel de exigencia era posible la absoluta e inteligente gratuidad en una universidad de excelencia que no pasaba de los cinco mil alumnos.  Y el secreto era simple: no se desperdiciaban recursos en vagos, en viciosos, en incapaces de disciplina y autocontrol.  En ese Chile que se fue, se producían los profesionales que el país necesitaba y las universidades no eran fábricas de licenciados frustrados que terminen haciendo cualquier cosa menos aquellas para las que estudiaron.  Era, en una palabra, una gratuidad sustentable.

 

En la esperanza de haber demostrado que, hace más de medio siglo, Chile disponía de un modelo de gestión de educación superior sustentable y tan exitoso como para ingresar a la lista de las mejores universidades del mundo, se impone la pregunta, ¿por qué, en lugar de multiplicar ese modelo, se tomó el camino que conduce al caos actual?.  La respuesta hay que buscarla en los prejuicios, en los ideologismos trasnochados y en las causas más profundas del fracaso del socialismo en el mundo.

 

En el pensamiento socialista rigen las reglas del rebaño, de la cantidad, de la igualación y los problemas del costo público y de la calidad pasan a segundo término.  El modelo de la PUC no podía usarse porque esa universidad estaba ligada a la Iglesia Católica y eso tenía que implicar un clasismo intolerable, aunque los hechos demostraran todo lo contrario.  Y, además, ¿qué ocurriría con los que no pudieran alcanzar los niveles de exigencia de ese tipo de educación?  Y esos prejuicios fueron los que impidieron la propagación de un modelo de educación superior que ciertamente habría conducido a una amplísima gratuidad sustentable y – lo más importante – habría evitado la formación de un bosque de universidades de muy distinto nivel de calidad y que forman catervas de profesionales destinados a la cesantía porque no tienen relación alguna con la velocidad y variedad del desarrollo productivo del país.  ¿Se preocupa hoy alguien de la cabida que la economía ofrece a los egresados del actual sistema?  Por ejemplo ¿cuántos nuevos periodistas egresan anualmente y cuantos nuevos puestos de trabajos para periodistas se crean al año? 

 

Los ideales de inclusión global, por muy nobles que sean, contradicen las reglas selectivas de la naturaleza.  Tal vez podamos, algún día, terminar de construir una sociedad que nos garantice una perfecta igualdad de nacimiento y de oportunidades en la vida, pero eso jamás va a pasar de la niñez porque, de allí en adelante, imperará implacablemente la meritocracia del talento y del trabajo.  Ello porque, en última instancia, no se puede alcanzar una vida plena a costa del estado y siempre va a quedar rezagado el que no se empeña con talento, voluntad y esfuerzo.  No se puede educar a quien no pone en la tarea su mejor esfuerzo e invertir recursos en ello siempre será un desperdicio.

 

Nos guste que no, la naturaleza trabaja selectivamente, nos hace a todos diferentes y solo tiene cabida para los que se esfuerzan.

 

Orlando Sáenz