La generación sacrificada

«¿Cuándo fue que se pasmaron ustedes los chilenos?»  Con esta pregunta que le habría hecho un tal vez imaginario interlocutor, el ex Presidente Ricardo Lagos inició, hace algunos días, el melancólico y descorazonador recuento de la situación nacional que le entregó a su numeroso auditorio.


Es una pregunta que se puede contestar en una forma precisa y categórica: el derrumbe de Chile, inicialmente lento y ahora vertiginoso, se inició el día y la hora en que Bachelet regresó a La Moneda en brazos de una coalición de partidos de centroizquierda, izquierda y extrema izquierda llamada la Nueva Mayoría. 


Esa coalición, destinada a reemplazar a la Concertación de Partidos por la Democracia, se logró estructurar porque todos aceptaron la tesis comunista de que la transición había sido un fracaso porque lo único que había hecho era consolidar una democracia que no era tal y un modelo económico neoliberal que había hecho más ricos a los ricos y más pobres, humillados y ofendidos  a los más humildes.
De allí en adelante, el propio Gobierno se dedicó, durante los siguientes diez años, a predicar el pesimismo, la desilusión y el resentimiento que llevó al archi preparado estallido social y a la doctrina del octubrismo.


A estas alturas es inútil y hasta majadero esforzarse por rebatir la burda caricatura que significa esa interpretación del periodo 1990-2012 en que Chile fue ejemplo mundial de progreso en libertad. La falsificación de la historia a que obligó la aceptación de la tesis del fracaso, ha sido una obra maestra de engaño, propaganda y mistificación, que solo pudo tener efecto por la conformación de una población víctima de una crisis educacional sin precedentes. 


Lo único que librará a esa muchedumbre de irreflexivos de esa leyenda negra será la nostalgia que despertará la comparación entre la bonanza de esos días con las miserias del presente.  Ello, porque la leyenda negra del fracaso solo tuvo por objeto legitimar la violencia como instrumento político.


La pérdida volitiva de la gobernabilidad es, tal vez, el peor de los daños que le puede causar un gobierno al país que tiene la desgracia de haberlo constituido como tal. Siendo la gobernabilidad la esencia de todo gobierno, su falencia no sólo es directamente dañina sino que provoca un desquiciamiento de casi todos los órganos del Estado.


Por dar un ejemplo extremo, deja sin objetivo a las Fuerzas Armadas, puesto que su propósito preponderante y casi único es el de la defensa de la soberanía nacional que pierde porque su puesta en acción exige la orden de actuar que constitucionalmente sólo corresponde al Poder Ejecutivo. 


A la perdida de sentido de las instituciones armadas se suma el de la justicia, que se tiene que contentar con actuar sobre delitos menores domésticos porque la impunidad que genera la inacción del Ejecutivo se trasforma en impunidad para todos los graves delitos de la sedición, el terrorismo, la delincuencia y la invasión de extranjeros que solo vienen a delinquir.
Pero es en el plano de la generación infantil y adolescente en donde el abandono de la función soberana alcanza las características de un crimen. 


Basta preguntarse cuál será el futuro de la generación estudiantil que ha tenido la desgracia de transcurrir su etapa formativa en el caos que el Estado chileno ha permitido y hasta promovido en el sector educacional durante los últimos diez años, para darse cuenta de la magnitud del perjuicio ocasionado. 


En realidad, la única forma de expresarlo es declarando que una porción muy significativa (de hecho, mayoritaria) de toda una generación chilena ha sido sacrificada a la criminal desidia del Poder Ejecutivo, generándose una masa de niños y adolescentes carentes de toda formación y de toda educación durante el periodo más delicado de sus vidas.
Todos sabemos que en esa etapa la formación es mucho más importante que el mero traspaso de conocimientos, de modo que la situación por la que esos jóvenes han pasado, los condena a ser antisociales por el resto de sus vidas. Es, simplemente, un segmento de adolescencia y niñez al que se le ha negado el traspaso de los códigos sociales que son los distintivos de nuestra cultura y las bases de nuestra sociedad.


A su inacción en el plano de mantención del orden público, el Estado chileno ha “inventado”, además,  conceptos tan absurdos e insensatos como los de darle carácter de extraterritorialidad a los recintos educacionales y privando a sus administradores de las facultades mínimas para imponer el orden en ellos. Por eso es lo que diariamente vemos lo que ocurre en una buena cantidad de lugares educacionales que antes fueron el orgullo de Chile y que hoy solo son escuelas de delincuencia y focos de la vergüenza nacional.


Así pues, los últimos gobiernos de Chile, y particularmente el actual, son reos del verdadero linchamiento de la mayor parte de una generación de niños y de adolescentes.  ¿Qué es lo que podrá Chile hacer con la enorme cantidad de jóvenes que ni estudian ni trabajan (NE – NT) y ya han hecho un hábito del desorden, la vagancia y el atropello de sus semejantes?
Esa generación perdida tendrá, además, que convivir con una parte de ella que estudió y se formó normalmente mientras ellos se dedicaban a destruir su patria. Entonces vendrán las histéricas denuncias de injusticia social, de indignidad humana, y de velada desigualdad jurídica con que las izquierdas suelen tender biombos para ocultar sus disparates gobernativos. Porque la verdad es que los inútiles no tienen otro destino que limpiarle los zapatos a los correctamente capacitados.


¿Cómo logró el Estado chileno arruinarle la vida a toda una generación? Con una crisis educacional arrastrada por decenios, con una política sistemática de fomento de la paternidad irresponsable, con la confusión programática de los conceptos de democracia y de permisibilidad, con la entrega del profesorado a quienes lo han convertido en agentes del extremismo, con la estrecha vinculación entre el violentismo y las propias autoridades públicas. 


Por todo lo señalado, es de temer que no sea una sino que dos las generaciones sacrificadas, porque vivimos la expectativa de un todavía prolongado periodo en que seguramente se seguirá cometiendo el crimen perpetrado con la primera de ellas.
Entre más prolongado sea ese periodo, más fácilmente el país caerá en manos de las posturas correctoras más extremas. Y termine situándose en La Moneda alguien que arrase en las urnas con un programa tan simple como facultades extraordinarias para posibilitar una política de tolerancia cero.