LA AVENTURA SUDAFRICANA



No se cumplía el primer mes del gobierno de don Patricio Aylwin, cuando recibí una llamada telefónica de mi entonces asociado Sergio Páez, que ya en ese momento había cambiado su trabajo conmigo por el mucho más lúcido cargo de Senador por la Décima Región Sur.  El llamado, aparte de los acostumbrados saludos, era para advertirme que le había recomendado contactarse conmigo al embajador de la República de Sudáfrica para plantearme un problema que lo aquejaba y que él creía que yo era la persona para ayudarlo a solucionar.  Y, en efecto, poco después recibí una invitación a visitar al embajador para tal propósito. 

Me encontré con un personaje en verdad excepcional y que, dejando de lado todo adorno y/o simulación, me planteó con crudeza el problema de que se trataba.  La primera sorpresa fue cuando llanamente se identificó como general en servicio activo a cargo, habitualmente, de asuntos ligados a los servicios de inteligencia de su patria.  Era un hombre que aparentaba unos sesenta años y que llevaba mucho tiempo vinculado a Chile, al punto que tenía hijos que ya eran chilenos además de sudafricanos.  El problema que tenía era complejo: Chile no había nombrado nuevo embajador en Sudáfrica y, conforme a los usos diplomáticos, no podía prolongarse una situación no reciproca en que Sudáfrica tenía embajador en Chile mientras que nuestro país no lo tenía en el suyo.  Si la situación se prolongaba, tendrían que levantar la embajada.

 Yo le pregunté si él tenía alguna idea sobre la razón de que Chile no nombrara embajador en Pretoría.  Con despampanante franqueza, me dijo que él pensaba que el nuevo gobierno chileno tenía justificados resquemores por el tipo de vinculación que había existido entre su país y el nuestro durante el gobierno militar chileno.  Con mucha cautela, le pregunté qué tipo de resquemores podrían ser esos y, prosiguiendo con su política de franqueza, me reconoció que su gobierno había sido vehículo para cierto tipo de armamentos y que había cobijado reiteradamente a militares chilenos que necesitaban desaparecer en determinadas circunstancias.  Incluso se atrevió a decirme que tal había ocurrido con un oficial que había participado en la muerte de Tucapel Jiménez y que a nuestro gobierno de convino hacerlo desaparecer por un tiempo.

Ante tal extraordinaria franqueza, yo le propuse una gestión mía preparatoria consistente en una conversación con el Canciller Enrique Silva Cimma, con el que me ligaban lazos de amistad y conocimiento.  Al momento de materializar esa entrevista, el Canciller se mostró mucho más reservado que el embajador y se limitó a confirmarme que nuestro gobierno no tenía intención de nominar representante a nivel de embajador en Pretoría  por el momento.

Habiendo ratificado el fondo del problema, le preparé al general sudafricano una minuta recomendándole que hicieran un esfuerzo por aumentar el intercambio comercial entre ambos países, porque yo consideraba que la cancillería chilena hacía mucho tiempo que se había convertido, más que nada, en un organismo orientado al fomento del comercio exterior  y que, por tanto, se cuidaban mucho más las relaciones con países significativos para tal comercio por encima de cualquier otra consideración.  Con ese informe, creí que mi gestión había terminado, pero pocas semanas después lo que llegó fue una invitación para viajar a Sudáfrica con el objeto de preparar un programa de intensificación del comercio entre Chile y esa poderosa república africana.  Similar invitación recibieron otros dos supuestos expertos en esos intercambios comerciales, como eran Alberto Leblanc (con gran experiencia en suministros militares) y Guillermo “el Moro” Atria (con gran experiencia en suministros para la minería).

Nuestro primer viaja a Sudáfrica nos llevó de sorpresa en sorpresa.  Ninguno de nosotros había estado antes en esa parte del mundo y, por tanto, todo nos era novedoso.  Esa vez volamos de Santiago a Río de Janeiro, pernoctamos allí, y seguimos viaje en la línea sudafricana hasta Johannesburgo con una sola escala en Ciudad El Cabo.  Cuando nos contactaba en el aeropuerto nuestro grupo de bienvenida, vimos que había en el recinto un cierto número de stands similares a los que usualmente existen para arriendo de automóviles.  Pero esta vez, esos stands eran de compañías que buscaban contratar nuevos profesionales y tenían hasta folletos preparados para mostrar las condiciones de trabajo que se ofrecían.  En los días que siguieron, tuvimos todo tipo de oportunidades para comprender que la escases de ingenieros y técnicos era tal que le ofrecían trabajo en el aeropuerto a cualquiera que tuviera experiencia en esas áreas, y las condiciones de salarios eran tan tentadoras que no deben haber faltado quienes renunciaran a sus pasajes de regreso para quedarse en el país.

Aunque estábamos sumamente cansados por el largo viaje, tuvimos que ampliar nuestra jornada porque, en lugar de llevarnos a un hotel a dormir, lo que hicieron fue subirnos a un avión militar para sobrevolar toda el área que rodea a la principal ciudad del país.  El panorama era el de una inmensa llanura que se perdía en el horizonte y que ostentaba una serie de montes cónicos tan perfectos que era imposible que fueran naturales.  Nos explicaron que no eran montes si no que acumulación de tierras que eran los residuos de la explotación de profundísimas minas.  Con la noche ya caída, sobrevolamos finalmente la propia ciudad de Johannesburgo y a mí, que devoraba con mis ojos lo que se veía desde una ventanilla del aparato, me llamó la atención que en medio del mar de luces de la gran ciudad había un enorme espacio completamente oscuro, por lo que pregunté qué era eso.  La tranquila respuesta fue que “eso” era el barrio de los negros, que no tenía tendidos eléctricos.  Con sorpresas como aquella llegó, por fin, la hora de ir a depositar nuestros huesos en mullidas camas de un magnifico hotel en Pretoria.  Como se sabe, esa es la capital política del país y en verdad es un barrio muy cercano a Johannesburgo en que están todos los órganos del gobierno. 

Al día siguiente, comenzó la jornada con una especie de clase magistral en un salón “ad hoc” para esos propósitos, en que un par de funcionarios de gobierno nos explicaron algunas de las particularidades pertinentes del país que deberíamos tener en cuenta durante las visitas que realizaríamos.  Con despampanante franqueza, el primer expositor empezó su disertación diciendo: “A ustedes seguramente les han dicho que Sudáfrica es el país en que una minoría de algo así como cuatro millones de blancos explotan y tiranizan a unos 25 millones de negros aborígenes.  La verdad es que aquí somos cuatro millones de blancos que evitamos que 25 millones de gente de color, mayoritariamente negros, se maten entre sí, si es que nosotros no estuviéramos”. Con ese alentador preludio, comenzamos a partir del mediodía con varios días de visitas a empresas, oficinas públicas y hasta una universidad.  Nos llevamos enormes sorpresas y cultivamos una enorme admiración por los procesos productivos y las políticas públicas desarrolladas en el país.

Por ejemplo, nos enteramos maravillados del funcionamiento de los ferrocarriles sudafricanos.  Habían desarrollado un invento de “bogíes  articulados” que permitían radios de giro más cerrados que en el resto del mundo.  Viajamos un tramo del servicio de trenes que permiten llevar carbón desde la cuenca productora al puerto de embarque, en un trayecto de mil kilómetros, que diariamente recorría un convoy de cerca de 300 enormes carros tolvas llenos de carbón.  El convoy era arrastrado por cinco locomotoras en el frente, dos locomotoras en el medio y tres locomotoras en la cola.  Era verdaderamente impresionante mirar desde alguna de las locomotoras del frente la enorme serpiente de metal que se veía hacia atrás hasta donde la vista se perdía.  Nos hicimos cargo de inmediato de la hazaña técnica que significaba manejar el convoy, trasmitiendo órdenes para frenar o acelerar coordinadamente a todas las diez locomotoras participantes.  Al final de nuestra visita, conocimos otra rama de los ferrocarriles que se hacía cargo del trasporte del mineral de hierro en el lado occidental, donde vimos también fotografías del más largo convoy que registra la historia de la humanidad, que sobrepaso los quinientos carros para desahogar el mineral acumulado durante una huelga que impidió el transporte por algunos días.

Si impresionante era el trasporte, más lo era la descarga de los convoyes en los puertos de embarque.  Los carros entraban en unas enormes plataformas que los aferraban y volcaban sobre enormes correas trasportadoras que, llenas de los minerales, avanzaban sobre también enormes muelles con mecanismos para volcarlos en las bodegas de los barcos.  Yo nunca había visto, y nunca he vuelto a ver, faenas ferroviarias y portuarias de tan enorme magnitud. 

Entre todas las actividades productivas que visitamos, no puedo dejar de mencionar las centrales eléctricas.  En el momento de nuestra primera visita, Sudáfrica estaba desarrollando un programa de construcción de cuatro unidades de 1000 mega watts con las cuales se planeaba abastecer a todo el continente africano.  Esas centrales se alimentaban con carbón pobre  que enormes tractores recogían de grandes extensiones de terreno, en una forma que causaba admiración con solo mirarlas. 

Otra visita memorable fue a una universidad enteramente virtual que le impartía educación en carreras técnicas a varios cientos de miles de estudiantes de todo el mundo, cuyas magníficas, instalaciones a la que asistían solo maestros y funcionarios, adornaban donosamente una colina cercana a Pretoria.

Con alguna sensación de envidia y de resentimiento, visitamos la central desde donde se dirigía la exportación de la fruta sudafricana, competencia directa de la chilena.  Con un 85% de las exportaciones de Chile, Sudáfrica recaudaba el 115% de lo que nuestro país recibía, y eso se lograba porque existía un ente estatal que solo dejaba exportar  lo que tenía su sello de calidad.  Entramos en una sala en que en varias pantallas se regulaba el tráfico de exportación de fruta y se calculaba que llegara al mercado internacional cuando no competía con llegadas de Chile, y todo ello con nombre y apellido.  Comprobamos así cuan beneficioso era manejar con cuidado y planificación todo un inmenso sector exportador.

Hicimos otra estadía en Sudáfrica en una fecha posterior y eso nos permitió plantear toda una estrategia comercial para incrementar las exportaciones de Sudáfrica a Sudamérica.

También logramos hacer algo de turismo, en algunos días con menos trabajo.  Es así como fuimos a una “república” interior de Sudáfrica, teóricamente independiente y en la cual eran legales todos los juegos de azar.  Para llegar allí, tuvimos que invertir un par de horas de automóvil hacia el norte de Johannesburgo.  Recién pasada la cerca de frontera, comenzaba un gigantesco centro comercial abierto con cientos de juegos de azar y lleno de gente, en su enorme mayoría turistas extranjeros.  Para mí fue particularmente interesante esa visita porque se trataba, en verdad, de un mall abierto de quinta generación, que hasta donde sabia era único en el mundo y cuya característica es que las anclas son casinos.

En otra ocasión, invertimos un fin de semana en el famosísimo Parque Kruger, que es del porte de Bélgica y está situado hacia el costado oriental del país.  Las entradas al parque advierten que los animales están sueltos, por lo que hay que tomar las providencias del caso.  Al entrar, nos entregaron unos libritos en que figuraban todos los animales que existen en el parque y que tiene una sección dedicada a los especímenes raros, de aquellos que hay la obligación de reportar si se ven, señalando la hora y el lugar en donde eso ocurrió.  Por supuesto, el descomunal zoológico contiene aldeas, hoteles, restaurantes y todo lo que pueden necesitar un turismo de alta clase.

Esa visita la hicimos con tres acompañantes locales, que en nuestro caso fueron tres ejecutivos de los ferrocarriles.  Uno de ellos era aficionado a la ornitología, de modo que con frecuencia hacia detener el jeep en que viajábamos para observar y fotografiar a un pájaro que había visto arriba de algún árbol.  En una ocasión, divisó de lejos con sus prismáticos un pajarraco negro que a nosotros no nos decía nada, pero que él acogió con enormes demostraciones de entusiasmo.  Hizo que el auto se parara y, con sus dos colegas, nos pidieron que nos quedáramos junto al automóvil mientras ellos se acercaban al árbol con técnicas de poco ruido para no espantarlo.  Mientras esperábamos la maniobra, vimos que de la espesura a unos cincuenta metros atrás de nosotros salían al camino unos perros.  Serían tal vez dos ejemplares adultos y cuatro como cachorros, con una pinta de quiltros terrible y cuya única particularidad era que las patas traseras eran más cortas que las delanteras, de modo que caminaban en una cómica forma “en declive”.   Nos parecieron animales  poco interesantes y comenzamos a arrojarles piedras porque nos gruñían de lejos.  Estando en eso, vimos,  con sorpresa que nuestros amigos a un centenar de metros más adelante comenzaban a gesticular como espantados y haciéndonos señas de quedarnos quietos.  No entendíamos lo que pasaba y seguimos apedreando a los perros que simplemente volvieron a la espesura con una última mostrada de dientes.  Cuando nuestros amigos llegaron junto a nosotros nos gritaban “wild dogs, wild dogs” y solo después nos enteramos de que eran ejemplares de una especie que era muy raro ver, de modo que teníamos que reportar el encuentro en la siguiente estación, lo que nos tomó un buen tiempo.  Fue inútil que nosotros dijéramos que bastaba entrar a cualquier pueblo del campo chileno para tener que espantar lotes de quiltros, lo que motivó comentarios y risas de los sudafricanos porque hacía semanas que nadie había visto un wild dog y en buena hora porque eran muy agresivos y peligrosos.

Al finalizar nuestro primer trabajo en Pretoria, y ya de regreso a Chile, paramos un par de días en Ciudad El Cabo, que es algo digno en verdad de conocerse.  Esa visita la hizo especialmente grata un joven cónsul chileno que allí estaba instalado y que nos paseó incansablemente durante esas cuantas horas.  Hubo tres asuntos que no puedo dejar de mencionar.  El primero fue el de la visita al parque que, sobre una meseta elevada, domina el majestuoso espectáculo del encuentro entre el Océano Atlántico y el Océano Indico.  No solo es majestuoso por lo hermoso, si no que por los recuerdos históricos que trae: doblándolo, los portugueses encontraron el camino naval a la India que los convirtió, por décadas, en el país más próspero del mundo;  por allí cruzó con sus naves Sebastián Elcano, el primero en navegar la vuelta al mundo; allí blasfemó el Holandés  Errante que inspiró la leyenda y la opera con que Wagner se ganó la inmortalidad.

El segundo acontecimiento de esa estadía fue, para mí, la visita a lo que había sido la zona portuaria visitada por cientos de naves repletas de pasajeros y que, cuando ya no llegaban cruceros, había sido convertida en un gigantesco centro comercial que me resultaba interesantísimo porque lo veía una decena de años después de haber participado en la apertura de Parque Arauco Kennedy y seguramente era, por entonces, el chileno más experimentado en la construcción de un mall.

Pero la máxima aventura de esa estadía fue un paseo por el barrio más majestuoso y hermoso de Ciudad del Cabo.  Al circular por sus grandes avenidas se pasaba frente a una serie de imponentes mansiones, seguramente ocupadas por las familias más ricas y poderosas de África.  Nos llamó la atención que, en casi todas ellas, podía observarse en el antejardín una especie de carpas como de pequeños circos.  Curiosos, preguntamos qué significaban esas carpas y recibimos la sorprendente respuesta de que, existiendo una ley que prohibía pernoctar bajo un mismo techo a blancos y aborígenes, las carpas eran para alojar a la servidumbre de las mansiones. 

Como no deseo caricaturizar la segregación racial espantosa que, por entonces, todavía mantenía a Sudáfrica bajo un boicot internacional, debo aclarar que en esos tiempos gobernaba el país el Presidente Johannes de Klerk, que hasta había sufrido atentados contra su vida por estar avanzando en la democratización del país y la derogación del “Apartheid”.  Precisamente por causa de ese boicot internacional, Sudáfrica no podía acceder al mercado del petróleo, por lo que había perfeccionado increíblemente el sistema de producción de combustibles fósiles a partir del carbón.  Habían llegado al extremo de que cuando el precio del petróleo subía de 25 dólares el  barril, resultaba económico su sistema de producción.  Esa era la situación al tiempo de nuestra primera visita, pero también nos dimos cuenta que el país se abastecía en gran medida del mercado negro del combustible.

Como ya dije, reiteramos nuestro trabajo en Sudáfrica hasta completar el estudio que se nos había encomendado.  A los pocos días de regresar de la última visita, tuve el placer de compartir un almuerzo con mi querido y respetado amigo Anacleto Angelini, y no pude dejar de comentarle mi entusiasmo con lo que había visto en Sudáfrica.  No olvido su tajante respuesta: “Si yo no tuviera la edad que tengo y las cosas que me anclan en Chile, ten por seguro que estaría en Sudáfrica porque no existe otro lugar en el mundo donde haya más oportunidades para un profesional de la creación de empresas”.