LA AVENTURA RUSA

 Y lo que se me ocurrió fue lo obvio:  llamar por teléfono al Embajador de la RDA en Buenos Aires, con el que ya había construido una relación fluida, y con mi voz más ingenua posible le pregunté si creía que la URSS podía estar interesada en algo parecido a lo que su gobierno había hecho.  Se río y me dijo: “No se pase usted películas.  La URSS es otro país que la RDA y no tengo la menor idea de lo que pueden pensar sobre las relaciones con Chile.  Pero soy buen amigo de  mi colega soviético aquí en Argentina y le puedo contar lo que ha ocurrido con usted y preguntarle qué opina de ello”.  Ante respuesta tan neutra, me despedí convencido de que nada pasaría. 
 
 Pero otra vez me equivoqué.  No habrá pasado una semana cuando el embajador me llamó para decirme que el de la URSS estaba dispuesto a recibirme para conversar del asunto.  Pocos días después, me plante en Buenos Aires delante de ese diplomático, bastante más adusto que el alemán, el que en muy pocas palabras me invitó a ir a Moscú a conversar el tema de las relaciones posibles con Chile.  Y así fue como, algunas semanas después y con el corazón latiéndome muy fuerte, me subí en Buenos Aires a un avión de Aeroflot que de allí inició el larguísimo y agotador viaje a la capital soviética.  Nunca olvidaré los detalles de ese aterrizaje en Sheremétievo, porque fue el primero de una larga serie durante la que trascurrió lo que tal vez es la aventura más grande de mi vida.
 
 Yo me había preparado para el viaje asegurándome la asistencia de la organización que Gregorio Navarrete me había asegurado que ellos tenían allí.  Y, efectivamente, en la reducida comitiva que me esperaba al bajarme del avión como a las dos de la mañana, estaba Bela, la que sería mi compañera en esa aventura y la jefa de la sucursal de Orlando Sáenz y Cía. que allí fundamos más tarde y que ha sido la única que ha tenido la central mía en Santiago.  La comitiva la componían otras tres o cuatro personas que, tras reconfortarme con algunos bocadillos y bebidas en un salón VIP, me instalaron en uno de los tres autos en que se movilizaban y emprendimos en caravana el no menor recorrido hasta Moscú.  Recuerdo como me latía el corazón cuando, en la oscuridad de la noche, vi el brillo de las grandes estrellas rojas que coronaban las torres del Kremlin.  Tras dejarlas atrás, enfilamos por una ancha avenida que después supe que se llamaba “de Octubre” y que, pasando cerca del muy famoso Parque Gorky, nos enfrentó con un enorme edificio situado en el medio de una manzana cerrada por una potente reja.  Una puerta de ella se abrió al acercarnos y avanzamos hasta la imponente entrada del edificio.  Al ingresar en él, me encontré con un gigantesco lobby, que en el fondo ostentaba una gran escalera en cuyo rellano se mostraba un enorme busto de Lenin.
 
 Con la bastedad del lobby contrastaba una diminuta recepción en la que, tras mirar mi pasaporte, extendieron una tarjeta y me indicaron un lejano ascensor.  Hasta allí me acompañó la comitiva, de modo que, arrastrando mi maletita, subí solo al piso diez donde, para mi sorpresa, había otra recepción que era más grande que la de abajo y de un trato bastante más indiferente y adusto.  Me entregaron una llave y me mostraron un amplio corredor para que buscara mi habitación.  No era una habitación, si no que una enorme suite, de tres habitaciones y dos baños, que esa noche estaba demasiado cansado para explorar.  Cuando puse mi cabeza en la almohada, me quede dormido de inmediato pero todavía sin poder creer que yo, el ex presidente de la SOFOFA y ex alto funcionario del gobierno militar que acabo con el de Allende, estuviera acostado en la capital de la poderosa Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
 
 Esa primera estadía en Moscú estuvo llena de reuniones en que el tema no fue las relaciones con Chile si no que un análisis de las perspectivas de comercio exterior entre la URSS y Latinoamérica.  Tanto así, como que, al terminar la semana, regresé a Santiago con un encargo profesional de un año para analizar diversos sectores de la economía soviética con vistas a determinar una capacidad exportadora a nuestra región, lo que ciertamente implicaba comprometer otros viajes a varios lugares del gigantesco país.  Por supuesto que ese convenio lo compartí, de inmediato, con la organización de que ya disponía Gregorio Navarrete.
 
 Como no sabía si esa estadía sería la última, hice todo lo posible por disponer de algo de tiempo para visitar los lugares más importantes que ofrecía Moscú en las materias históricas y artísticas que me interesaban.  Logré conocer más o menos bien los famosos Museos del Arsenal que se encontraban tras las murallas del Kremlin y me maravillé ante los tesoros que encierran.  También visité un par de las catedrales que están dentro de esas murallas, porque el Kremlin es, en realidad, una ciudadela interior en que se ubican varios templos, edificios de gobierno y palacios.
 
 En el plano anecdótico, de esa primera visita solo recuerdo la ocasión en que le pedí a mi intérprete que me llevara, entre reunión y reunión, a algún lugar donde pudiera comprar algún recuerdo y regalo para traerlos a mi patria.  Me llevó a una gran tienda para extranjeros que estaba ubicada en un piso de uno de esos icónicos edificios altísimos y de estilo más bien gótico que son emblemáticos en Moscú, y de los cuales existen creo que cuatro o seis.  Había cosas maravillosas que solo se podían comprar en dólares, y recuerdo que, entre lo que adquirí estaba un algo voluminoso samovar metálico, muy ornamentado, que todavía ostento en mi departamento.  Como tenía que seguir a otra reunión, le pregunté al dependiente que hablaba un aceptable inglés, si había alguna forma de que me enviaran todo lo comprado a mi hotel.  Me contestó que sí y, al indicarle el hotel en que yo estaba, me dijo, tras mirar de que nadie nos estaba oyendo: “¡Sí, ya se!  Es el hotel Muchas Gracias”.  Algo extrañado, le corregí a hotel Oktoverkaia, que era como yo lo conocía, y le pregunté por qué lo llamaba Muchas Gracias.  Sonriéndome torcidamente, me contestó que me daría cuenta cuando chequeara mi salida. 
 
 Recuerdo la anécdota porque después supe que el famoso hotel mío no era para nada un hotel, si no que la casa de huéspedes del PCUS y que le decían Muchas Gracias porque no había liquidación final y ni siquiera propinas.  A ese hotel Muchas Gracias fui en todos los viajes siguientes, salvo los que hice tras el derrumbe de la URSS.  El tremendo y lujoso edificio se había construido en tiempos de Brézhnev y los moscovitas aseguraban que, cuando lo inauguró, dijo “espero que este dispendio sirva para algo”.
 
 No necesito decir cuál sería mi estado de entusiasmo cuando enfrenté el tremendo viaje de regreso a Chile.  No traía nada parecido a una reanudación de relaciones a ningún nivel, pero traía un encargo profesional que implicaba otras visitas y la extraordinaria oportunidad de conocer mejor el funcionamiento de la economía soviética.  Y, en efecto, ese viaje fue el preludio de varios otros en los siguientes años, todos ellos con la asistencia y compañía de Gregorio Navarrete y el apoyo local del equipo que tenía en Moscú.
 
 Nuestro mapeo de las posibilidades de comercio entre la URSS y Sudamérica en general y Chile en particular resultó, hasta cierto punto, frustrantes porque nos pareció que solo en algunas materias primas y en automóviles baratos (los Lada) se podían detectar posibles exportaciones desde allá para acá.  La industria de bienes de consumo de la URSS era muy precaria y eso explicaba el bajo estándar de vida de la población soviética.  En cambio, las posibilidades de abastecer a la población rusa con productos chilenos eran inmensa porque faltaba casi de todo.  Para dar solo un ejemplo, había quienes todavía usaban hieleras porque no había suficientes refrigeradores, y eso que la crudeza del clima ahorraba su necesidad en buena parte del año.  La población se abastecía en casi todo con una libreta de racionamientos que satisfacía en unos supermercados enormes pero vacíos.  Sin embargo, había dos ítems en que la exportación desde la URSS aparentaba ser no solo posible si no que muy conveniente.  Tal era el caso de los combustibles fósiles y los automóviles Lada.  Pero, en esos dos ítems, nos topamos con una muralla insalvable que eran oscuros compromisos que no se podían tocar, como ser que en lo que respecta al petróleo y derivados había ciertos personajes que gozaban del monopolio de exportación hacia los países de nuestro lado del mundo (entre ellos, el entonces presidente del Real Madrid).  En lo que respecta a los automóviles Lada, ese monopolio le estaba comprometido a un grupo judío – panameño que, en efecto, más tarde haría grandes negocios en Chile,  pero que nosotros no podíamos tocar.  En cambio, y como ya señalé, nos hicimos enormes ilusiones en lo que podríamos exportar desde Chile a la URSS y que, más tarde, de hecho logramos en algunos ítems, incluso poniendo en contacto directo a productores chilenos con clientes locales rusos.
 
 Durante ese periodo de viajes exploratorios, fueron infinitas las anécdotas que valdría la pena dar a conocer a nuestros compatriotas.  No resisto la tentación de referirme a algunas de ellas. 
 
 Cuando habíamos alcanzado un acuerdo para crear en Chile una empresa para abastecer a los barcos pesqueros rusos que operaban en el Pacifico Sur, tuve que visitar al ministro de pesquería para agradecer su autorización.  Me acompañó a ello la inefable Bela, que era la jefa de nuestro equipo en Moscú y un personaje extraordinario al que más abajo me referiré.  Llegamos a un caserón enorme que, pese a su aspecto descuidado, conservaba signos de haber sido un palacete en el siglo anterior.  Mientras esperaba la audiencia en una atestada antesala, me fijé en algunos medallones en las esquinas del techo que aumentaron mi sensación de haber visto en alguna parte la fachada del edificio.  Hice memoria y, ¡vaya que valió la pena!  Cuando estaba a punto de despedirme de una entrevista de cinco minutos, cordial pero seca, se me ocurrió decir: “señor ministro, deseo felicitarlo por su magnífica e histórica sede”.  Con cara de extrañeza me preguntó: “¿Por qué lo dice?  Algo turbado le contesté: “Porque, si no me equivoco, esta fue la mansión de la señora Meck, la providencial protectora de Tchaikovsky”.  Y dije eso, porque me había acordado de haber visto la portada del edificio en un libro y, por cierto, vi monogramas que delataban ese origen.  De inmediato, la entrevista adquirió un carácter tan grato y amigable, que terminó en una especie de “oncecita” y más tarde recibí en mi hotel un regalo del ministro acompañado de muchos deseos de éxito con nuestra empresa mixta en Chile: una espléndida grabación de la sexta sinfonía “Patética” de Tchaikovsky, obra casi póstuma.
 
 La empresa que creamos en Chile se llamó “Sovchile” y fue un magnifico negocio hasta que tuvo que liquidarse cuando los barcos factorías rusos pescando en el Pacifico Sur desaparecieron porque tras la caída del régimen comunista, le pusieron precio de mercado a los combustibles y eso hizo anticomercial la operación de barcos que se alejaban mucho de las aguas territoriales rusas.  Mientras Sovchile operó, yo presidía el directorio y toda la parte operacional estaba a cargo de tres funcionarios rusos enviados para tal efecto y con los cuales me ocurrieron cosas extraordinarias.  Uno de ellos tuvo aquí un accidente automovilístico en que resultó herido y también una acompañante que no debía haber estado allí.  Cuando recién el salió del hospital, llegaron a buscarlo dos agentes que él, aterrado, reconoció como de la KGV.  Se lo llevaron, pero su mujer no quiso acompañarlo y yo hice una inútil gestión para conseguirle el estatus de refugiada política, pero poco después decidió regresar también a Rusia y no supe más de ninguno de ellos. 
 
 Sobre la operación de Sovchile hay que considerar dos aspectos.  Los barcos factoría rusos, que eran enormes, recalaban en Valparaíso, San Antonio o Talcahuano y se reabastecían aquí de alimentos, enseres y medicamentos, pero no de petróleo.  El petróleo lo cargaban en altamar desde buques – cisterna que venían de Rusia.  Precisamente, toda la operación se factibilizaba económicamente porque Sovriflot tenía asignada una cuota de petróleo sin costo para ella, de modo que la operación se hizo económicamente no viable en cuanto el petróleo tuvo que pagarlo a precio internacional.  Pero, cuando todavía operábamos, me pasó un incidente curioso.  Llegué un día a mi oficina y me encontré con un mensaje imperativo del Comandante en Jefe de la Armada que exigía mi presencia inmediata en Valparaíso.  Por supuesto, acudí de inmediato (entonces ya estábamos bajo el gobierno de Patricio Aylwin).  Al llegar allá, cuando me hicieron pasar a la oficina del Almirante, me tomó del brazo y me hizo mirar por la ventana lo que ocurría en la bahía de Valparaíso, que, en verdad, era todo un espectáculo porque estaba abarrotada de unos quince enormes barcos pesqueros rusos.  Con tono muy irónico, me dijo: “¿Es invasión o visita?”  En realidad  era algo extraordinario porque nunca habíamos coincidido con tantos barcos al mismo tiempo y me costó mucho convencerlo de que no había intencionalidad alguna en lo que ocurría.  Me exigió que fuéramos juntos a inspeccionar uno de esos barcos, a los que yo mismo nunca había accedido.  La visita fue buena y los rusos se esforzaron por hacerla todo lo amable que pudieron.  Cuando volvíamos en lanchón al puerto, todavía el Almirante me gruñó: “Cierto que no están armados, pero los radares que ocupan no son normales en un barco pesquero, sino que son radares de guerra”.   Como no sabía cuál es la diferencia ni en que se notaba, opté por quedarme callado y darme por satisfecho con su autorización para seguir con la operación que ese día fue particularmente intensa. 
 
 Lo otro que hacíamos en Sovchile era preparar los cambios de tripulaciones.  Se bajaban de los barcos tripulantes que llevaban varios meses en ellos y llegaban otras tripulaciones que venían de Moscú vía Aeroflot.  La llegada de estos vuelos de la línea aérea soviética merece un comentario.  Cuando habíamos cumplido nuestro primer año de trabajo, se nos solicitó una gestión especial para permitir que Aeroflot llegará a Santiago con sus enormes aviones Tupulev, que era la versión rusa del Jumbo.  Hasta entonces, la línea tenía un vuelo que terminaba en Lima y otro que terminaba en Buenos Aires, pero deseaban volar a Santiago por lo de las tripulaciones y para cerrar el circuito.  Yo pensé que esa gestión nuestra sería imposible, porque todavía estábamos bajo el régimen militar, pero, cuando hicimos el pedido se nos concedió con inusitada rapidez, lo que me demostró que nuestra Cancillería estaba haciendo lo posible para producir un acercamiento con la URSS.  Mi sorpresa parece haber sido compartida por los mismos rusos, porque en adelante fui un huésped privilegiado de Aeroflot, al punto que me vendían los pasajes en primera clase en algo así como US$300.  En más de una ocasión, aproveché esa ganga para quedarnos paseando en Europa tras mis estadías en Moscú.  A la ida, el enorme avión hacia escalas en Buenos Aires, Salvador de Bahía, Isla Do Sá, Túnez y Moscú, mientras que de regreso hacia escalas en Luxemburgo, Shannon  (Irlanda), Calder (en Terranova), Nueva York, Lima, Santiago,  de modo que lo que hacíamos era bajarnos en Luxemburgo, dar vueltas por Europa Occidental y volver a tomar el resto del viaje en el mismo Luxemburgo, porque teníamos derecho a fraccionar el vuelo.  (Otras veces lo fraccioné en Nueva York).
 
 Hacia el final de nuestro segundo año de trabajo, un día cualquiera apareció en mi hotel el Sr. Vadim Zagladin, con el anuncio de que se trataba de una visita de cortesía porque había oído hablar de mí en la repartición en que trabajaba.  Para mi sorpresa, se declaró asesor de política exterior de Mikhail Gorbachov, entonces el gobernante de la URSS.  Me parecía increíble que una persona de ese rango quisiera conocer a un insignificante personaje como yo proporcionalmente era, pero los acontecimientos de allí en adelante me demostraron que eso tenía una clara explicación política, como fue la importancia del Sr. Zagladin en la reanudación de relaciones entre Chile y la URSS, que ocurrió en el primer día del gobierno de Aylwin y en los últimos días de existencia de la URSS, en 1991. 
 
 A partir de esa primera visita, el Sr. Zagladin apareció cada vez que volví a Moscú.  De todas esas ocasiones, hay una que tengo profundamente grabada porque fue una lección de verdadera historia.  Me fue a esperar al aeropuerto y cuando, en su automóvil, entramos en Moscú y nos acercamos a la Plaza Roja, noté que la enorme “cola” de varias cuadras que siempre había para visitar la tumba de Lenin, no se formaba a la derecha, como estaba acostumbrado a ver, si no que al lado izquierdo y era bastante más corta pero siempre contundente.  Ingenuamente le pregunté: “Así es que están ordenando a la gente en la otra vereda.  ¿Por qué?”  Hundiendo un poco la cabeza, me contestó: “Esta cola no es para visitar a Lenin, si no que para entrar a un MC Donal’s que se ha instalado un poco más allá.  Para visitar a Lenin, ya no se forma cola”.  No pude contener la risa, de modo que él me acompañó diciéndome: “Yo sé lo que está pensando.  Que estamos listos y cocinados”.  Y era así en verdad.      
 
 El misterio de la atención que me prestaba el Sr. Zagladin se reveló recién después de la elección presidencial que ungió a Patricio Aylwin como Presidente Electo de Chile.  En el último año yo no había viajado a Moscú porque me dediqué completamente a mi movimiento de Independientes por la Democracia, al comando financiero de la campaña de Aylwin y a la consolidación de la Concertación de Partidos por la Democracia.  Al día siguiente del triunfo electoral, corrí por primera vez en meses a mi oficina y, cuando había comenzado a ordenar papeles, de repente entró corriendo mi secretaria de entonces para, muy excitada, decirme que en el fax estaba entrando un mensaje muy raro.  Me apresuré a ir a la máquina y, efectivamente, estaba terminando de aparecer un documento en que de inmediato reconocí el escudo de la URSS, pero estaba escrito en cirílico y seguramente en ruso, de modo que no habría tenido modo de saber lo que decía si no hubiera, de repente, aparecido un reglón que anunciaba una traducción extraoficial: “Mijaíl Gorbachov, Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética, Presidente del Presidium…”  y seguían dos o tres reglones de títulos, a lo que comenzaba a aparecer el predecible “saluda cordialmente al Sr. Patricio Aylwin A.  por su triunfo electoral…”.  No podía creer lo que veían mis ojos.  ¡El saludo oficial de la URSS al nuevo Presidente de Chile estaba entrando al modesto fax de mi modesta oficina, lo que la metía de lleno en el libro de oro de la historia chilena!
 
 Corrí al teléfono para llamar a la Casa de la Victoria y, anunciarle a Patricio Aylwin que tenía que entregarle de inmediato un mensaje de la máxima importancia.  Al llegar allá, lo encontré reunido con Enrique Silva, su futuro Canciller, quienes de inmediato compartieron mi excitación.  Durante algunos minutos, concordamos que lo que seguiría sería la oferta de reanudación de ofertas diplomáticas, cosa que Don Patricio quedó de pensar.
 
 En efecto, algunos días después, Enrique Silva me informó que habían decidido realizar, una hora después de la asunción del mando, un acto general de reanudación de relaciones con todos los países que lo desearan y las tuvieran rotas con Chile hasta entonces.  Le planteé mi duda de que una potencia tan grande como la URSS aceptara una reanudación de relaciones “en patota”.  Pero estaba equivocado, porque, llegado el momento, si lo aceptó.  Y fue de esa manera que, en la misma mañana de la transmisión del mando, ingresaron a Chile tres representantes de la URSS en calidad de turistas y con una visa de favor que otorgó el Presidente Electo gracias a un convenio especial que había hecho con el gobierno saliente, porque lo que los rusos no aceptaron fue solicitarle visa al gobierno anterior.  Y así fue como, trasformados en misión oficial tras el traspaso del mando, la URSS reanudó relaciones diplomáticas con Chile.  Y entonces comprendí que la atención que me prestó Zagladin era una previsión de largo plazo y que me había escogido como instrumento de comunicación.  Era algo que podría haber afectado mi autoestima, pero que solo exaltó el inusitado honor de ser un profesional privado que había compartido capitalmente un reencuentro histórico entre dos naciones.
 
 Por lo señalado, el comienzo del gobierno de Aylwin marcó el apogeo de nuestra relación personal con la URSS.  Por razones que todavía me intrigan, Moscú le dio gran importancia a Chile en esa etapa, como que le asignó como sede de embajada el complejo que se estaba terminando para destinarlo a la Embajada de Polonia, que no puede dejar de ser muy importante para Rusia.  Es un edificio que cuenta hasta con sala para exposiciones de arte y, sin duda, fue diseñado para gran sede diplomática.  Esa distinción nos permitió organizar un gran viaje de negocios con empresarios chilenos en que pudimos reunir a más de cuarenta viajeros, incluidos ministros y parlamentarios.  Fue un éxito rotundo para mi oficina y me enorgullece mucho saber que de ese viaje se desprendieron relaciones muy permanentes de algunas grandes compañías chilenas.  Recuerdo que, al regresar cada cual por su cuenta, yo y mi señora hicimos el viaje con el entonces diputado Patricio Melero, con el que compartimos un par de días de escalas en Nueva York, y él me insistía en que habíamos hecho historia.
 
 Sin embargo, nuestro negocio estrella con la URSS lo hicimos al negociar una sociedad mixta entre una gran industria de pinturas ubicada en Nizhny Nóvgorod y la empresa chilena Pinturas Stirling.  Me nombraron Presidente del Directorio y se me hinchaba el pecho de orgullo cada vez que íbamos allá a celebrar una reunión y nos recibían con una bandera chilena ondeando en un alto mástil frente a la entrada de la industria.  Y ello porque esa ciudad está situada en la confluencia de dos enormes ríos desde la cual se divisa la inmensa estepa que se extiende hasta más allá de los Montes Urales y, si uno cierra los ojos para soñar un poco, desde su kremlin puede imaginarse a los guerreros Tártaros que en su tiempo hicieron temblar a Europa.
 
 Sin embargo, poco después decidimos cortar nuestra presencia en Moscú porque con el derrumbe de la URSS, las relaciones comerciales se hicieron muy riesgosas porque las empresas locales fueron cayendo en manos de verdaderas mafias y no queríamos incurrir en la responsabilidad de llevar chilenos a un ambiente tan rápidamente corrompido.  Le vendimos nuestra oficina local a Gregorio Navarrete y el siguió con la aventura, con resultados que no conocí con mayor detalle.
 
 Sería interminable referir las múltiples anécdotas reveladoras que vivimos en esos años rusos.  Pese a mi excitación, cada viaje me costaba un penoso desvelo, incluso por la dureza del viaje en sí mismo.  Habíamos logrado permisos de vuelo para Aeroflot y, por tanto, tomábamos el enorme avión y hacíamos las escalas que antes enumeré.  El regreso no era menos penoso porque, saliendo de Moscú, las escalas eran también las que antes aludí.  En Nizhny Nóvgorod experimenté temperaturas hasta de 20 grados bajo cero y en Moscú me despertó el ruido de las maquinas que cortan las estalactitas que cuelgan de los tejados para evitar que su caída provocara accidentes.  Pero también viví experiencias personales, culturales y artísticas verdaderamente inolvidables, tanto en Moscú como en San Petersburgo.  Para cada viaje tenía que sobornar a alguien de mi familia para que me acompañara, de modo que vi tiritar a mi esposa Liliana, a mi hijo Francisco y a mi hija Carolina en más de una ocasión.  También conocí a gente maravillosa que vivirá en mi corazón hasta el último día.
 
 No puedo terminar mis recuerdos de la Aventura Rusa sin dedicarle uno muy especial a la inefable Bela.  Era una mujer de unos cuarenta años bastante hermosa y de rasgos claramente orientales.  Estaba casada con un aparentemente alto funcionario del PCUS y parecía capaz de abrir cualquier puerta en Rusia.  Una vez me llevó a un recital de Luciano Pavarotti en el que estuvimos a no más de diez metros de Gorbachov y su bella esposa.  En otra ocasión me invitó a conocer a una de las bailarinas estrellas del Bolshoi, a la que después trajimos dos veces a Chile.  Cuando le vendimos nuestra oficina a Gregorio Navarrete y no volvimos a Moscú en plan de trabajo, creí que nunca más vería al reducido equipo que Bela comandaba con tanto señorío.  Pero la fortuna quiso que, paseando con mi señora por San Francisco, nos encontramos con ella y una nueva pareja en el mirador que tiene el Golden Gate.  El encuentro le resultó embarazoso, y se despidió de nosotros apresuradamente, pero nos arrojó un beso desde la ventanilla del bus que se la llevó.
 
Después de todo esto, he estado en San Petersburgo tres veces como turista, pero la última vez que llegué a Moscú fue el la comitiva que acompañó al Presidente Ricardo Lagos en su visita oficial a fines de su mandato.  Fue allí donde me recordó que teníamos pendiente el final de las vacaciones en que la marea roja casi nos mató en los canales del sur y su médico, Miguel Puccio, nos preguntó si estábamos locos.