LA AVENTURA NORTEAMERICANA

En la madrugada del sábado 15 de septiembre de 1973, una patrulla militar me recogió de casa y me trasladó al edificio del Ministerio de Defensa de Chile, en la Plaza Bulnes.  El objeto era una ceremonia privada de homenaje que le rendía a un grupo de siete dirigentes gremiales la Nueva Junta Militar de Gobierno.  La descripción de ese corto y sobrio homenaje es parte de otra aventura, de modo que lo menciono ahora solo para enmarcar lo que me ocurrió después.  Cuando me aprestaba a volver a mi casa, me alcanzó el Almirante José Toribio Merino que, cogiéndome del brazo, me condujo a una pequeña oficina donde, mostrándome una silla detrás de un escritorio, me dijo: “En el verano pasado, usted me afirmó que, llegado el momento de un cambio de gobierno, ustedes sabrían qué hacer con la situación económica.  Ahí tiene su escritorio, de modo que hágase cargo”.  Con el escritorio venía un par de teléfonos y un oficial de la Armada nominado para ser mi ayudante y edecán.

Durante las siguientes tres o cuatro horas, no hice otra cosa que hablar por teléfono para formarme un cuadro del desastre económico que tendría que manejar.  El país estaba en banca rota, las reservas del Banco Central no llegaban a los US$5 millones y ni siquiera teníamos libros de cuentas porque los funcionarios pro- Allendistas las habían quemado antes de entregar el edificio.  Serían las dos de la tarde cuando, abismado por lo que veía, cogí el teléfono y llamé a Nathaniel Davis, el entonces Embajador de los Estados Unidos en Chile.  Mi mensaje fue corto y escueto: “Si no nos ayudan, el lunes tendremos que irnos para la casa”.  Su respuesta fue igual de lacónica: “Veré que puedo hacer”.

Antes de que terminara el día, mi llamó para informarme que ya estaban embarcando trigo con cargo a un crédito tipo AAA sobre los excedentes agrícolas y que no se concedían hacían largo tiempo.  

Yo conocía a Nat Davis desde hacía algunos meses, y ello porque en la presidencia de la SOFOFA (Sociedad de Fomento Fabril)  había yo desarrollado un sistemático programa de conocimiento y amistad con los embajadores de algunos países que podrían ser connotados amigos de Chile en una coyuntura critica.  Me bastó un par de conversaciones con él para darme cuenta de que era de esos “pesos pesados” que el Departamento de Estado coloca en las embajadas de países incendiándose.  Había sido embajador en la Yugoslavia de Tito y en la Guatemala de Arbenz, de modo que bastaba eso para comprender que Estados Unidos consideraba a Chile un punto crítico y desde hacía mucho tiempo.  

La Embajada de Estados Unidos estaba en el edificio inmediatamente al costado del que ocupaba la SOFOFA,  y era frecuente ver en nuestras oficinas a funcionarios de esa embajada que venían a cotejar datos sobre la evolución económica con nuestro departamento técnico.  Por eso, yo conocía ya a varios de ellos y eso había facilitado mi amable vinculación con el propio embajador.  Por lo demás, durante la realización de la UNTAD, la embajada de Estados Unidos se había encargado de poner en contacto a entidades como la nuestra con la delegación que envió Estados Unidos a ese evento, que venía presidida por George Shultz que entonces era Secretario del Tesoro y luego sería Secretario de Estado.  

Durante los días que siguieron a ese trascendental sábado de septiembre, me vi y conversé varias veces con el embajador, siempre a propósito de coyunturas de la desastrosa situación económica de Chile.  Pienso que él fue el principal arquitecto de nuestro viaje a la Asamblea General de las Naciones Unidas de octubre en Nueva York, que serviría de pretexto para conversaciones en Washington con el propio Secretario de Estado que por entonces era Henry Kissinger.  Como quiera que haya sido, lo cierto es que la Junta de Gobierno nos convocó al Canciller  Almirante Ismael Huerta  y a mí para informarnos que deberíamos representar a Chile en ese evento y que viajaríamos a la capital norteamericana para una entrevista con el famosísimo Secretario de Estado del Presidente Richard Nixon.

Nuestra delegación estuvo compuesta por el Canciller Almirante Ismael Huerta, su Asesor Político Enrique Bernstein y yo, ambos con rango de embajadores.  Volamos a Nueva York en Lufthansa el día jueves 5 de octubre y el viaje fue acontecido desde el primer momento.  El vuelo hizo, primero, escala en La Paz y, para nuestra sorpresa, al aterrizar nos percatamos de que había todo un despliegue militar esperándonos y, cuando el avión se detuvo en la pista, llegó a su lado un automóvil en que venía el Cónsul General de Chile, quien, muy azorado, nos informó de que el Canciller de Bolivia estaba en un salón del terminal esperando una breve reunión con su colega chileno.  Eso no debería haber sido un problema de no ser porque, en cuanto habían abierto las puertas de la aeronave, el Almirante Huerta se había descompuesto y hubo que ponerle máscara de oxígeno, de modo que no teníamos como moverlo.  Nuestra sugerencia de que la reunión con el Ministro Boliviano se desarrollara en el avión fue desechada de inmediato y no tuvimos otra opción que sostener al Almirante por ambos brazos para que, con un supremo esfuerzo y con una palidez asustante, camináramos los tres hasta el terminal donde se efectuó ese desdichado encuentro que no tenía más objeto que unas cuantas palabras  de saludo y muchas fotografías de periodistas.

La escala en Lima fue igual de solemne, pero mucho más fácil y grata porque el Almirante estaba ya bastante repuesto y animoso, de modo que no necesitó de nosotros para salir del paso con floridas declaraciones de amistad con su igual peruano.  La escala en Jamaica no tuvo historia y, por fin, nuestro avión se posó en el aeropuerto de Kennedy en Nueva York cuando ya caía la noche de ese memorable día.  En lugar de dirigirse hacia la terminal, la aeronave se estacionó en una pista lateral y vimos cómo se le aproximaba una caravana de cinco automóviles oscuros que se detuvieron a nuestro lado.  Eso era para nosotros y nos explicaron que no pasaríamos por el terminal sino que nos llevarían directamente  a la ciudad porque había manifestaciones públicas contra el nuevo gobierno de Chile y podían volverse peligrosas.  Sin más, hicieron bajar nuestras maletas y nos pusieron separados en los tres automóviles centrales.  Sin duda se trataba de vehículos  especiales porque los vidrios se oscurecían y no veíamos hacia afuera, de modo que, marchando a ciegas, tras un largo recorrido entramos en los subterráneos del Hotel Plaza, que fue donde nos recibieron en una enorme suite de varias habitaciones en un piso alto en que todo el otro extremo estaba ocupado por una especie de oficina de guardias de seguridad.  Estábamos tan cansados que nos costó prestar atención a algunas indicaciones que nos impartieron antes de retirarnos: el discurso ante la Asamblea General de la ONU,  de nuestro Canciller estaba programada para la mañana del día sábado y se nos trasladaría con un operativo de seguridad porque estaban anunciadas manifestaciones públicas en las entradas del edificio, y debíamos esperar protestas de delegados de otros países, de modo que no deberíamos alarmarnos si se producían salidas masivas de representantes de gobiernos rivales y enemigos.  Por supuesto, no debíamos salir del hotel sin acompañantes de seguridad.

Con la perspectiva de un viernes libre y descansado, me dormí profundamente y de inmediato esa memorable noche.  Recuerdo que, al día siguiente, creo que me despertó un desusado silencio.  Me asomé a la ventana que se abría sobre la Quinta Avenida y nunca la había visto tan vacía y silenciosa.  Mire mi reloj con incredulidad y me di cuenta de que algo tenía que estar pasando porque no se notaba movimiento alguno y la mayoría de los locales comerciales estaban cerrados.  Pero no era por el horario, sino que porque empezaba el Yom Kippur y se exhibía con toda su fuerza la enorme importancia e influencia de la Colonia Judía que reina en Estados Unidos y particularmente en Nueva York, al punto de que la “ciudad que nunca duerme”, en verdad que parecía dormida.

Pero no hubo discurso del Canciller chileno al día siguiente, porque estalló la llamada “Guerra del Yom Kippur”, las sesiones de la Asamblea General se suspendieron y se convocó para el sábado a una reunión del Consejo de Seguridad.  Se nos informó que el discurso de Chile se pospondría para una fecha a determinarse y que deberíamos permanecer en espera de tal reposición.  Yo pensé que, con la guerra encendida, todo nuestro programa de reuniones en Washington se cancelaría, de modo que nos pasamos buena parte del día comunicándonos con Santiago para reprogramar nuestra estadía en Nueva York.  Recuerdo que, en un alarde de optimismo, me conseguí una entrada para el sábado en el Metropolitan Opera House, pero fue un gasto inútil porque, en la mañana de ese sábado, nos reunimos de emergencia ante un hecho incomprensible en ese momento: el Ministro de Relaciones Exteriores de Israel, Abba Eban, solicitaba una audiencia con nosotros para la mañana del domingo.  ¿Qué podía necesitar Israel de Chile como para que su máximo jefe diplomático visitará a la delegación chilena cuando su país estaba en guerra, desde el día anterior, con un bloque de países árabes?  El Almirante Huerta se pasó la tarde hablando por teléfono con la Junta de Gobierno en Santiago y nos mantuvo a Enrique y a mí en sesión permanente para discutir la forma en que enfrentaríamos lo que se suponía sería una trascendental entrevista.

Abba Eban llegó el domingo a las 10 am, solo y caminando.  Se acomodó frente a nosotros tres y comenzó, para nuestra sorpresa, con una charla informal de recuerdos de Chile y todo en un perfecto castellano.  Nos contó que había sido chancador en el puerto de Buenos Aires durante varios años, de modo que el castellano, o más bien el porteño, era muy poco menos que su lengua natal.  Pasada media hora de cháchara social, el Almirante Huerta no se pudo contener y, muy nervioso, le preguntó a Eban qué podía hacer Chile por Israel en una coyuntura tan difícil y complicada.  No olvidaré nunca la verdadera lección de alta política diplomática que encerraba la respuesta de ese legendario personaje: “Mi país es y ha sido un sincero y leal amigo de Chile durante mucho tiempo, de modo que yo no podía dejar de venir a conversar con ustedes para saludarlos y para decirles que, como conocemos las difíciles condiciones en que ustedes se presentarán ante la Asamblea General, pueden esperar de nosotros todo el apoyo que pudiéramos prestarles”.  Mientras oía eso, yo meditaba sobre lo extraordinarios que son personajes como Abba Eban: en ese momento habrían en Nueva York una buena media docena de ministros de relaciones de países árabes que jamás habrían pensado en ir a saludar a los enviados chilenos en apuros, y éste, con su país en guerra, se hacia el tiempo para charlar y alentar a su colega sudamericano.  Eso sí que es alta diplomacia.    

Ese día domingo recibimos la buena noticia de que no se había cancelado nuestra agenda en Washington y que el día martes nos recibiría el Secretario de Estado.  Debido a eso, el lunes tomamos el puente aéreo y nos instalamos en la Embajada de Chile que en ese momento no tenía todavía ocupante.  Allí estábamos cuando, en esa tarde del lunes, llegó un funcionario de la Secretaria de Estado para “enseñarnos” el protocolo que ordenaría nuestra audiencia, y que, al día siguiente, lo vimos cumplirse a cabalidad.  Nos recogieron automóviles desde la embajada y exactamente un minuto antes de las 5 pm nos sentamos en la antesala del entonces ya legendario Henry Kissinger.

Pero a las 5 en punto no se abrió la majestosa puerta de dos hojas que accedía al despacho de ese ministro.  Cinco minutos después, apareció un funcionario a excusarse por lo que estaba ocurriendo y que era inaudito.  El Secretario de Estado había tenido que agendar una reunión de emergencia y fuera de programa, de modo que tendríamos que esperar algunos minutos.  Como a las 17:20  se abrieron las míticas puertas y en el umbral distinguimos la figura de Kissinger y a su lado la de un individuo muy alto y fornido que, enteramente de blanco, solo exhibía en otro color la punta de sus zapatos negros y un cinto dorado apretando sobre la cabeza un pequeño manto que la cubría.  Para nuestro estupor, el lugar de marchar hacia la salida, ese par se acercó directamente a nosotros y Kissinger nos dijo: “Señor Ministro y señores Embajadores, vuestra espera es algo inaudito y no tiene excusas, por lo que me he hecho acompañar por el culpable de ello que ha tenido la absoluta necesidad de que yo hiciera una pausa para conversar con él.  Como ustedes saben, tenemos un problemita en el Próximo Oriente y por eso tuvimos que robarles a ustedes algunos minutos.  Le he pedido que él mismo me disculpe ante ustedes y tengo el agrado y el honor de presentarles al Príncipe Fahd,  Ministro de Relaciones Exteriores de Arabia Saudita”.  El gigante de blanco, que más tarde sería el rey Fahd, se excusó ante nosotros en un muy académico inglés y luego lo acompañó el Sr. Kissinger hasta la puerta de salida de ese majestuoso salón de espera dominado por el relieve de una inmensa águila ceñuda que coronaba una enorme chimenea en que se podía cómodamente caminar en el fogón incluso por alguien bastante alto.

Entonces el Secretario de Estado nos hizo pasar a su descomunal despacho y, en un saloncito que se situaba frente al enorme escritorio, conversó con nosotros una buena media hora.  Me asombro su grado de información y su trato fue muy amistoso y amable.  Nos aseguró que Estados Unidos ayudaría a Chile de todas las maneras posibles, me adelantó a mí que al día siguiente me recibiría el Subsecretaria del Tesoro para discutir las principales urgencias económicas y tocamos algunos puntos de los más delicados, como era el de los acuerdos con las empresas norteamericanas usurpadas por el gobierno de Allende, tema en que nos aseguró que el gobierno haría todo lo posible porque las indemnizaciones fueran lo más simbólicas que se pudiera.  Ciertamente que el punto más delicado fue cuando nosotros, que habíamos ensayado el tema varias veces, le explicamos las intenciones del nuevo régimen: duración estimada de un máximo de tres años, referéndum para aprobar una nueva constitución, poder ejecutivo presidido por un civil y con la junta de comandantes actuando como poder legislativo.  

A todo esto, tuvimos que actuar como intérpretes Enrique Bernstein y yo, porque el Almirante no hablaba inglés.  Pero, hacia el final de la conversación y no recuerdo a propósito de qué, Kissinger utilizó una palabra alemana y, de inmediato, Huerta le soltó una retahíla en ese idioma.  Nuestro personaje sonrió con placer y de allí en adelante fuimos nosotros los que quedamos a oscuras porque se lanzaron a un festivo dialogo en alemán.  Recién entonces nos enteramos de que el Almirante había pasado en Alemania un periodo en que supervigiló la construcción de un submarino para la Armada, cuento que encantó a Kissinger.

Terminada esa fundamental entrevista, preparamos nuestro regreso a Nueva York durante la tarde del día miércoles, puesto que el discurso del Canciller en la Asamblea General de la ONU se había reagendado para el día jueves.  En la mañana de ese día miércoles 11 de octubre me entrevisté con el Subsecretario del Tesoro y concluimos en que el problemas más urgente era el de disponer de líneas de crédito bancarias para el pago de las importaciones más importantes que teníamos que ordenar para que la producción de país pudiera mantenerse.  A ese respecto, me informó que   el Federal Reserve invitaría a una reunión de bancos para el viernes 13, en la que yo debería explicar la situación de Chile y pedir aperturas de líneas de crédito en aquellos que estuvieran dispuestos a ayudar a Chile.  Como el mismo estaría presente en esa reunión, esperaba que la cosecha fuera generosa, sin perjuicio de reiterarme varias veces que Estados Unidos era un país libre en que el gobierno no podía obligar a los bancos privados a actuar de una u otra manera.  

Volvimos a Nueva York y, ese día jueves, acompañamos al Almirante Huerta a su discurso ante la Asamblea General que fue muy historiado.  Tuvo un altercado con el representante de Cuba, abandonaron la sala los representantes de casi todos los países socialistas y no faltaron los incidentes con manifestantes ni a la entrada ni a la salida, pero Huerta tuvo un comportamiento impecable y nunca perdió la dignidad de su cargo.  El y Enrique Bernstein regresaron a Chile esa misma noche, pero yo me quedé para la reunión en el Federal Reserve y como cinco días más, pues recibí cada cinco minutos un representante de algún banco que nos anunciaba la apertura de líneas de crédito de muy diferentes tamaños.  Al final de esa recogida, habíamos logrado algo así como US$360 millones, lo que nos permitía respirar por unos cuantos días.  En esa tarea, y para formalizar esas líneas, viajó desde Santiago Fernando Coloma, que por entonces era el fiscal del Banco Central, el que resultó un apoyo extraordinario.

Esas aperturas fueron el fruto de mi discurso ante la reunión con bancos patrocinada por el Federal Reserve, en que en un enorme patio cubierto y encolumnado, se habían colocado unas cien mesas redondas para los representantes bancarios.  Me atreví a terminar mi intervención con una anécdota efectista: “En una mesa veo desde aquí a los representantes de un banco que, cuando yo trataba con su institución un asunto completamente privado, tuvo la gentileza de aconsejarme que no volviera a Chile y me quedara trabajando con ellos porque acababa de empezar en Chile un gobierno marxista de aquellos que terminan impidiendo salir, como había  ocurrido en Cuba.  Mi respuesta había sido que nosotros si saldríamos y apostamos una comida con señora a que podríamos celebrar el fin de la pesadilla.  Y ustedes ven, aquí estamos representando a un país otra vez libre”.  Tuve la enorme satisfacción de que se pusiera de pie el Presidente del Manufacturer Hanover Trus para decir que reconocían la apuesta y que estaban felices de pagarla, de  modo que esa noche brindarían un banquete para Chile con la asistencia de todos los que quisieran acompañarnos de entre los que estaban en la reunión.

Al terminar mi ronda bancaria, siempre con sede en el Hotel Plaza, me aprontaba regresar a Chile cuando un funcionario de la Embajada de Chile ante Naciones Unidas me vino a recomendar que hiciera una visita de saludo y agradecimiento al Presidente del Chase Manhattan Bank porque había sido un activísimo “empujador” de bancos a otorgar líneas de créditos a Chile y fue así como tuve el honor y el placer de desayunar con el Sr. David Rockefeller, que me recibió en un saloncito en la rectoría de la University de Nueva York, que era una creada por su familia y de la que él era Dean.  Cuando terminamos de desayunar, me preguntó a donde tenía yo que ir a continuación y le respondí que volvería al Hotel Plaza.  Entonces me dijo que me invitaba a compartir transporte porque él tenía que bajar a Dawn Town al edificio del banco.  Debido a eso pude compartir un buen rato de conversación en su automóvil en un ambiente puramente social.  Recuerdo de ella que, en un momento dado, me preguntó que respondería yo a la pregunta de cuál era el desastre económico nacional más grande que pudiera conocerse.  Cuando confesé que nunca había pensado en esos términos, su respuesta me ha impresionado toda la vida: “Argentina, sin duda Argentina.  En 1905 el ingreso percápita de Argentina era el doble del de Estados Unidos y en 1915 las exportaciones desde ese país superaban a las de Canadá y Australia sumadas.  Mire usted lo que es Argentina hoy día y siempre sabrá lo que no hay que hacer”.

La aventura norteamericana todavía me deparó una grata sorpresa.  Preparando mi viaje de regreso a Chile, Fernando Coloma me pidió que hiciera un esfuerzo por atender a una invitación de la banca canadiense cuyo objeto sería una reunión con un grupo de bancos de ese país.  Podríamos hacerla por el día, puesto que disponían de un avión particular para volar a Montreal y volver a Nueva York.  Lo hicimos y en un par de horas de amable conversación con un grupo de nueve bancos, recolectamos casi 80 millones de nuevas líneas de crédito.  Para mí fue una emoción muy fuerte cuando, al aterrizar en Montreal, me esperaba un grupo en que había una jovencita con un ramo de flores.  Al principio no la reconocí, pero al acercarnos se me hizo un nudo en la garganta: era Rosita, la menor de las hijas de mi querido ex patrón Don Juan Ureta Rozas, el hombre y colega más importante en toda mi formación.  Ella estaba haciendo una práctica en el Banco de Montreal y sus patrones se habían tomado la molestia de darme la bienvenida con ella cargada de flores.

Ni que decir tiene que esa pasada por Montreal fue de lo mejor de mi aventura, de modo que regresé a Nueva York solo para recoger mis pertenencias y regresar a Chile, otra vez vía Lufthansa.  Regresé  feliz, cansado pero consiente de haber logrado algo de alivio a la complicadísima situación económica de mi país y, como siempre la vida tiene sus compensaciones, el frontis de una revista que subtituló mi retrato en portada con la frase “restauró el crédito de Chile” más tarde me produciría una serie de encargos profesionales que me ayudaron mucho a sobrellevar la larga travesía por el desierto que medió entre mi abandono del gobierno a mediados de 1974 y la restauración de la democracia en 1991.

Pero ese periplo por Estados Unidos en Octubre de 1973 tuvo varios corolarios.  A poco de abandonar mi cargo en el gobierno militar y la presidencia de la SOFOFA, cuando iba a casi nada más que a leer el diario en mi retornada oficina, recibí la visita de José Said y de José Antonio Garcés, que habían retomado el control de las dos plantas de rayón que existían en Chile, la de Quillota y la de Llolleo.  Les habían devuelto las empresas, pero se habían encontrado con un grave problema de abastecimiento de alfa – celulosa, la materia prima fundamental de esas industrias.  Lo que ocurría es que, bajo la usurpación del gobierno marxista de Allende, las empresas habían roto con sus proveedores habituales que eran de Estados Unidos y Canadá y se habían abastecido en los países nórdicos de Europa.  Al reemplazar a los interventores a cargo de esas empresas, se encontraron con que los europeos cortaron el abastecimiento y al tratar de reemplazarlos por los de su origen, les anunciaron que no tenían posibilidades de atenderlos, porque había una gran sobredemanda y estaban completamente vendidos.  

El problema, para cuya solución me contrataban, motivó un singular viaje de los tres a Nueva York.  Allí, pese a todos nuestros ruegos e incluso con la ayuda de bancos que se habían distinguido en la reposición del crédito de Chile, no logramos cuotas en las dos mayores empresas que podían suministrar alfa – celulosa.  Así las cosas, y con gran reluctancia de mí parte, José y José Antonio me convencieron de que fuéramos a Washington a ver si yo lograba la ayuda de mis anteriores contactos en el Chilean and Bolivian Desk del Departamento de Estado y en el Departamento del Tesoro.  Yo no quería intentar esos contactos, porque ya no representaba para nada a mi patria.  Una de las mejores alegrías de mi vida fue cuando el Subsecretario del Tesoro no solo me atendió si no que, por teléfono, consiguió que las compañías proveedoras nos dieran cuotas suficientes como para que las dos industrias chilenas pudieran continuar produciendo con normalidad.

Pero por lejos, la mayor consecuencia de mi aventura norteamericana ocurrió años después.  Estaba yo en Buenos Aires por asuntos particulares cuando me llamó al Hotel Sheraton el que había sido segundo de Nat Davis en la Embajada de Estados Unidos en Chile en la época de Allende, con el que había hecho “buenas migas” por aquel entonces.  Me explicó que estaba cumpliendo una delicada misión en México pero que había tenido que viajar a Buenos Aires por una derivación de ella.  Como podía ser que pasará un día por Santiago a su regreso, había llamado a mi oficina para ver si podía pasar a saludarme y allí lo habían enterado de que yo estaba en la capital argentina por esos días.  Asegurándome que sería un placer conversar conmigo un rato, me invitó a desayuna al día siguiente en la Embajada.  Por supuesto que acepté y tuvimos un delicioso y amable desayuno, que yo trasformé cuando, al terminar de comer, le dije: Querido amigo, aunque yo creo de verdad en nuestra amistad, soy lo suficientemente realista como para suponer que si un funcionario de tu rango en el Departamento de Estado, se toma todas las molestias que me has contado para contactarme, no puede ser más que porque tienes algo importante que pedirme o decirme”.  Se rio y me dijo: “Es verdad que tengo algo pero tienes que creerme que hago con mucho agrado lo posible para que nos juntáramos por el simple placer de la amistad.  Lo que tengo que decirte es delicado”.  Se trataba, nada menos, que de pedirme que traspasara un mensaje de advertencia para evitar que Enrique Silva Cimma  cayera en una trampa que le estaba tendiendo el gobierno militar chileno para expulsarlo del país por una acusación falsa a propósito del asesinato de Tucapel Jiménez.  Uno de los tres denunciados por Enrique Silva, no había tenido nada que ver, estaba en Sudáfrica cuando ocurrió ese crimen y, por tanto, el futuro Canciller chileno incurriría en un delito de calumnia referido a un oficial del Ejército Chileno.  La otra advertencia de que tendría que hacerme cargo, tenía que ver con la seguridad de Gabriel Valdes porque había indicios de la preparación de un atentado contra su vida.  Por aquel entonces, Gabriel ocupaba un alto cargo en Naciones Unidas y vivía en Nueva York.  

Me hice cargo de esas duras advertencias con el compromiso de no revelar su origen.  En mi libro “Testigo Privilegiado” relato la forma en que lo hice con quien sería más tarde el Ministro de Relaciones Exteriores del Presidente Aylwin.

Seguí hasta el final mi amistad y mi relación con Nat Davis.  Cuando terminó su misión en Chile, lo nombraron Subsecretario de Estado para Asuntos Africanos y en esa posición, como un año después, tuvo un entredicho con Kissinger a propósito de la política norteamericana en Angola y, como él me confesó en amistosa charla, lo “pasaron a la hielera”  para esperar su edad de jubilación, y para ello lo arrumbaron en la Embajada en Suiza.  Allí lo vi un par de veces, porque coincidió con un periodo en que yo iba con mucha frecuencia a ese país europeo.  Después de su retiro, trabajó como “dean” de una universidad en California, que fue donde escribió su libro sobre su misión en Chile.  En un gesto de suma delicadeza, me llamó antes de publicar la obra, para que yo leyera por anticipado sus alusiones a mi persona.

Debo advertir que, antes y después de esta mi aventura norteamericana, he visitado decenas de veces ese estupendo país que es Estados Unidos y son muy pocas sus regiones que no he recorrido y en todas ellas hice excelentes amigos.