Comencé a escribir columnas de opinión pocas semanas después de haber renunciado al servicio del gobierno militar y a la presidencia de Sociedad de
Fomento Fabril en junio de 1974. Antes de eso, solo se había publicado un librito titulado “Chile, un país en quiebra” que El Mercurio había producido en forma de un cuestionario imaginario
en que las respuestas mías eran parte de los discursos que había pronunciado durante el ejercicio de ese último cargo. Mi aventura como columnista comenzó en la revista “Que Pasa”, pero
pronto me trasladé a la revista “Hoy” que dirigía Emilio Filippi. Como durante varios años esa columna subsistió como la única expresión de crítica al gobierno militar que fue permitida, es
la que representa el grueso de mi producción en esa etapa. Posteriormente, y siempre durante la dictadura, trasladé mi columna al diario La Tercera, que fue mi vehículo de opinión hasta el
retorno de la democracia.
Durante esos largos años, se distinguen dos periodos bien diferentes: el periodo en que no tuve represalias por mis críticas y el que si las tuve
finalmente. El límite entre ambos periodos fue marcado por un artículo mío titulado “Para volver a Chile” en que, estando dirigido a los exiliados que había conocido y tratado en mis
numerosos viajes al extranjero, los consolaba diciéndoles que no eran los únicos expulsados de su patria porque ésta había cambiado tanto bajo la dictadura que ya la añorábamos casi todos
los chilenos de modo que éramos muchos los millones de expatriados. Ese artículo molestó mucho al régimen y de allí en adelante sufrí varios episodios represivos y amenazas de expulsión
que, afortunadamente, no llegaron a mayores extremos.
De esos años de escritor de artículos para diferentes publicaciones deseo resaltar tres episodios que me dejaron profundas huellas. El primero
de ellos se produjo cuando Emilio Filippi, el inolvidable amigo y director de “Hoy”, me convocó a su oficina para plantearme que sus periodistas habían preparado el texto de toda una
investigación sobre graves irregularidades en la dirección del Banco de Chile. El problema era que se sentía amigo y simpatizante del presidente del banco, que entonces era Javier Vial, y
como sabía que la publicación de ese documento le sería fatal, tenía escrúpulos en que hubiera alguna información carente de exactitud o verdad y, por otra parte, no podía negarse a la edición
porque sería fatal para las relaciones con sus propios periodistas. Por eso me solicitaba que yo fuera juez en la situación y revisara el material para expurgarlo de toda expresión que
pudiera parecer un ataque personal hacia la cúpula del mayor banco privado del país. Yo era más amigo de Javier Vial que el mismo Filippi, de modo que le contesté diciéndole que la única
forma en que aceptaría asumir esa tarea sería conversando previamente con el propio afectado. Emilio aceptó esa condición y yo me llevé el documento y me lo devoré en una noche, quedando
hondamente impresionado ante la magnitud de las irregularidades denunciadas en él. A primera hora del día siguiente, llamé a Javier y le solicité una reunión urgente la que me
concedió de inmediato esa misma mañana. Fue una reunión muy difícil y penosa. Comenzó negándolo todo y asegurándome que el estudio periodístico era un infundio basado en solo rumores
y tergiversaciones. Visto esto, yo le aseguré que devolvería el documento, pero que, obviamente, no podía garantizarle que no fuera publicado en definitiva. Volví a mi oficina y
no había pasado una hora cuando me llamó Javier para pedirme una segunda reunión esa tarde, en que estaría acompañado por el Vicepresidente del banco que era Rolf Lüders. Cuando los
enfrenté, me encontré con un cambio total de actitud. Ambos reconocieron que los hechos denunciados eran verdaderos, pero podían ser presentados de una manera menos inculpadora para ellos y
que me rogaban que yo redactara las partes del texto en que desearían incluir aclaraciones y conclusiones más benévolas, a lo que ciertamente accedí. Trabajamos varias horas con ellos
mismos y, al día siguiente, le entregué a Emilio Filippi el texto que mis amigos estaban dispuestos a aceptar públicamente. Recuerdo que mi crónica, que cubrió varias páginas de la edición
especial de la revista, la titulé “Réquiem para un Titán” el que lamentablemente fue omitido por demasiado dramático pero que reflejaba mi verdadero sentimiento al escribirlo. Es que yo
veía en Javier Vial a un empresario chileno de una voluntad, valor, determinación, coherencia y capacidad de pensar en grande que bien merecía el apelativo de Titán en nuestro
mediocre medio. En ese nombre subliminalmente evocaba el día en que había entrado en mi oficina para contratarme con el fin de que le negociara el control de una de las empresas que el
gobierno militar pretendía devolver íntegramente al sector privado. Yo tenía entonces varios clientes que querían cosas similares, pero no estaba preparado para escuchar que la empresa a
que Javier aspiraba era nada menos que el Banco de Chile, el que en aquella época representaba la mitad de toda la banca privada chilena.
Todos los que vivimos esa etapa recordamos lo que ocurrió. Mi artículo terminaba con un grupo de preguntas en que la última era: “¿Cuánto
demorará la intervención del Banco de Chile tras esta publicación?” Fueron apenas unos pocos días y la intervención cayó sobre varios bancos en que se detectaron irregularidades parecidas,
de modo que la secuela fue un verdadero terremoto en el sector financiero chileno. Tal como era de suponer, Javier Vial, entre varios otros, pasó largos meses confinado en el Anexo Cárcel
Capuchinos, entonces cercano a la Estación Mapocho. En los días domingo, me convertí entonces en visitante frecuente de esa institución penal, porque lo ocurrido, paradojalmente, estrechó
aún más mi amistad con Javier Vial, además de que habían varios otros amigos allí en su misma situación. Eso también explica mi profunda congoja cuando mi Titán se fue prematuramente de
este mundo apena unos cuantos años después.
Mi otro trabajo de ese tipo para la revista “Hoy” se produjo cuando sobrevino la crisis económica severa que sufrió el país durante el gobierno de
Pinochet. En ese periodo, le estuvo prohibido a los medios de difusión utilizar la palabra “crisis” para referirse a la situación económica del país, de modo que se estaba obligado a usar
circunloquios para aludirla sin nombrarla como tal. Emilio Filippi me planteó el problema y se me ocurrió proponerle una serie de episodios relatando, para el gran público, lo que había
sido la gran crisis del año 1928 en Estados Unidos y sus secuelas en todo el mundo, que fueron las que en Chile provocaron el colapso de la dictadura de don Carlos Ibañez en el año 1932. La
serie, en siete capítulos aparecidos en sendos números de la revista “Hoy”, fue tan exitosa que Emilio decidió publicarla en forma de un libro magníficamente impreso en una edición muy limitada y
muy lujosa. A mí me regalaron un ejemplar con la firma de todos los periodistas de la revista, el que, naturalmente, pasó a ocupar un lugar de honor en mí ya entonces descomunal
biblioteca. Pero, tiempo después, me llamó el Cardenal Raúl Silva Henriquez para pedirme que le consiguiera un ejemplar del libro porque no lo había podido encontrar y deseaba
releerlo y conservarlo. Pese a mis esfuerzos, tampoco pude conseguir otro ejemplar y decidí regalarle el mío, de modo que incurrí en la paradoja de no poseer un texto que salió de mi
pluma. Si mal no recuerdo, el libro se llamó “De la gran crisis a la depresión actual” y, naturalmente, estaba redactado de forma tal que el lector pudiera establecer semejanzas
obvias con la situación que se vivía en nuestro país.
Una producción literaria semejante a la anterior fue la que programamos con Emilio Filippi en los años finales de la dictadura de Pinochet.
Como no podíamos aludir a nuestra sensación de que el régimen agonizaba, me propuso escribir una serie sobre los ocasos de los grandes tiranos que abundan en la historia de los países
latinoamericanos. Me encantó el tema y elaboramos una lista de los capítulos que la serie tendría y que se llamaría “El crepúsculo de los déspotas”, en clara alusión a la última de las
óperas de Wagner que conforman su monumental tetralogía de “El anillo del Nibelungo”. Me lancé al repaso de las epopeyas de esos tiranos latinoamericanos y alcancé a escribir lo que sería
la primera de ellas, referida al llamado Porfiriado mexicano, nombre que se le da al largo gobierno del dictador Porfirio Diaz. Lamentablemente, se filtró el rumor de la serie que
preparábamos y la revista “Hoy” recibió la advertencia de que sería clausurada si publicaba mi creación, de modo que tuve que tragarme mi deseo de traer a la memoria de los chilenos las
sustanciosas hazañas de personajes tan bizarros como el Dr. Francia de Paraguay, Anastasio Somoza de Nicaragua, el Papa Doc de Haití, el Perón de Argentina o el Getulio Vargas de
Brasil.
Sin embargo, ninguno de estos “pinitos” literarios me hicieron sentirme como un verdadero escritor. Ni siquiera me sentí como tal cuando me
visitó, por última vez, el inolvidable Don René Silva Espejo, que fue el director de El Mercurio en tiempos de Allende y después. Lo hizo llevándome tres recortes del diario y el ya
aludido librito “Chile, un país en quiebra”, todo ello para ilustrar la siguiente oración: “yo no sé cómo va usted a pasar a la historia, pero sí sé que no va a ser como lo que realmente
es, o sea como el mejor periodista de la época”. Me reí mucho de su frase porque los recortes eran para hacerme notar que desde el final de la segunda Guerra Mundial no había nadie que
pudiera haber merecido dos editoriales únicos y un editorial en primera página, como era mi caso. Yo tenía un poderosísimo argumento para rebatir su asignación, puesto que los dos
editoriales solo correspondían a comentarios ajenos a discursos míos y el editorial de primera página correspondía a los llamados “documentos del MAPU”, que en realidad le habíamos comprado a un
dirigente traidor de esa colectividad que cobró por ello los recursos para salir del país antes del colapso final del régimen de la UP.
Lo que si me convenció de que podía aspirar, desde una posición muy modesta, al título de verdadero escritor fueron mis libros.
Históricamente, el primero de ellos fue escrito en el periodo dolorosísimo que siguió a la muerte de mi padre en 1981. Pasaba yo entonces por una gran crisis económica y volqué mi
gran pena en una colección de cuentos y un homenaje a mi padre que titulé “¿Cuentos o Recuerdos?”, que son casi enteramente autobiográficos y que evocan a mis compañeros de colegio en los tiempos
en que Don Orlando nos recogía diariamente en su autito a cada salida de clases.
Mi segunda obra literaria fue, algo posteriormente, “Trabajos de Amor Perdidos en el Campo Chileno”. Esa obrita se generó en una divertida
apuesta que, a poco salir de la Universidad, hice con una actriz chilena que era pareja de un ex - ayudante durante mis estudios. La apuesta fue sobre la capacidad de su compañía para poner
en escena una obra de Shakespeare que yo debería traducir. Ella, con toda malicia, escogió “Trabajos de Amor Perdidos”, porque es prácticamente intraducible por estar completamente en
verso, llena de truécanos en inglés antiguo y con alusiones a acontecimientos históricos sumamente difíciles de ubicar debidamente. Me pasé años haciendo esfuerzos en esa traducción y,
cuando me di por vencido, decidí aprovechar el argumento para situarlo en un contexto contemporáneo y chileno, de modo que eso es ese librito mío que, como el anterior, solo fue editado mucho más
tarde.
A esa obra siguió “La Graciosa. El Arte de Investigar”, que es una colección de cuentos de misterio que responde también a una apuesta que
hice con un ex juez y escritor argentino que conocí en un crucero. Los dos teníamos experiencia de columnistas y surgió entre nosotros la duda sobre la capacidad para escribir pura
ficción. La discusión terminó en que yo aseguré que no veía inconvenientes en ello, mientras él sostenía que era mucho más difícil que escribir artículos o ensayos. Terminamos en una
apuesta que yo ganaría si era capaz de escribir un cuento de ficción en un determinado plazo. No solo gané la apuesta, si no que me entusiasmé con los personajes que había creado y en los
meses que siguieron surgieron los trece relatos que componen la obra, declarada “entretenida” por sus escasísimos lectores que he conocido posteriormente.
Mi cuarto libro ha sido el más conocido, “Testigo Privilegiado”, en que mi propuse verter un conjunto de episodios relacionados casi únicamente con
mi experiencia con personajes políticos de los periodos en que, de alguna manera, estuve ocupado en la vida pública. También ese libro tuvo una larga gestación, porque en una primera etapa
fue planeado como una autobiografía. El propósito cambio cuando mi señora, Liliana, me convenció de que a nadie le interesaban detalles de mi vida y que sí que habría interés en conocer
episodios que, como mero espectador, mostraban aspectos relevantes del revés de la trama en la historia reciente de Chile y hasta de otros países. El afortunado título de “Testigo
Privilegiado”, que tan bien define la constante de mi destino en la vida, me fue propuesto por Don Héctor Velis Meza.
La “Aventura” que ahora lee mi eventual observador, es parte de mi sexta producción literaria y que espero me permita hacer mutis de la escena
llevando merecidamente el honroso título de escritor chileno, mucho más sonoro y prominente que el de empresario, ingeniero o ex Presidente de la SOFOFA como son los que usualmente preceden a mi
nombre.