LA AVENTURA DE LA UNCTAD


Durante su mandato presidencial, el gobierno de don Eduardo Frei Montalva consiguió que se programara en Chile la tercera reunión general de la UNCTAD, sigla en inglés para la conferencia del comercio y el desarrollo de las Naciones Unidas.  Tras su inauguración en Ginebra en el año 1964, solo una de esas reuniones generales se había efectuado en Nueva Delhi (India), de modo que la designación de Chile para ser el anfitrión de la tercera de estas reuniones generales era un signo elocuente del prestigio internacional que había logrado nuestro país bajo el gobierno del Presidente Frei Montalva.  Así fue como la conferencia quedó programada para abril del año 1972.

En cuanto las elecciones de fines de 1970 resultaron en la instalación constitucional del gobierno marxista del Presidente Salvador Allende, comenzaron las presiones para que se cambiara la sede de esa tercera conferencia puesto que podía ser riesgoso mantenerla en un escenario políticamente muy extremoso.  Para evitar eso, la diplomacia del nuevo gobierno chileno trabajó intensamente hasta lograr la confirmación de Santiago como sede de la reunión y ciertamente fue un gran triunfo diplomático el conseguirlo. 

Cuando el nuevo gobierno chileno obtuvo la confirmación de que la reunión se efectuaría en Santiago en abril de 1972, surgió la preocupación por disponer de un recinto apropiado para los plenarios que cumpliera con las normas que imponía la ONU.  La conclusión fue que solamente terminando la gran placa contemplada como adjunta al edificio Diego Portales podía cumplirse con  todos los requisitos que las circunstancias requerían.  Por tal razón, el Ministerio de Obras Públicas abrió un millonario concurso para seleccionar una empresa constructora que terminara las obras civiles en plazo y una maestranza que pudiera colocar la enorme placa metálica que coronaria el gran salón rodeado de columnas de concreto armado.  Las bases de la propuesta eran leoninas, con un enorme castigo para cualquier atraso.  El resultado fue que, si bien las obras civiles se pudieron contratar, la placa metálica no tuvo postores porque parecía completamente imposible terminar el montaje sobre los pilares en el plazo máximo otorgado.

Yo era entonces presidente de la SOFOFA (Sociedad de Fomento Fabril), pero seguía asociado con Maestranza Cerrillos y mis estupendos socios allí habían decidido mantenerme en mi status a pesar de estar ocupado sin pausa en el cargo que había asumido.  Pero todavía manteníamos una reunión mensual en que me ponían al tanto de todo lo que ocurría en la empresa y participaba en las decisiones de ofertas para nuevas obras.  En esa calidad, había asistido a la reunión en que se decidió no presentar oferta en ese caso porque unánimemente consideramos que era imposible cumplir con el plazo señalado, sobre todo porque había que subir por segmentos la placa metálica para soldarla en la altura y sobre el castillo de madera que habría que haber construido para solo tal efecto.  Tomada esa decisión, me convertí en mero espectador del fracaso de la licitación. 

Pasó, tal vez, una semana de declararse desierta esa licitación, cuando mi socio principal, Carlos Mujica, me solicitó una reunión para plantearme una idea.  Llegó con un atado de planos y, sin más preámbulos, me dijo: “Hemos barajado una idea para construir en plazo la placa de la UNCTAD.  Básicamente consiste en soldar los segmentos en el suelo y luego subir con varias grúas la enorme estructura en una sola pieza para ponerla encima de los pilares”.   Al escuchar esto, de inmediato le dije que eso sería imposible porque no quedaba terreno suficiente para soldar la placa en el suelo, ya que sus dimensiones excedían al del perímetro marcado por las columnas de concreto, de modo que esa idea no solucionaba nada.  Al oír mi argumento, mi socio se encogió de hombros y me dijo que si se cerraba el tráfico de la Alameda por unos quince días, se podía tener el espacio suficiente para soldar la placa.  Como consideré imposible eso, se lo dije así y asumí su nuevo encogimiento de hombros cuando concluyó: “Si no es posible disponer de la Alameda, no tenemos solución a considerar.  Te contamos esto para ver si tú puedes constatar esa imposibilidad con alguna autoridad”.

Me quede pensando y decidí hacer algo extremadamente conclusivo, como era plantearle el problema al propio Presidente Allende.  Eran los tiempos de buenas relaciones con él, de manera que me había dado su teléfono privado.  Me otorgó la audiencia de inmediato y le plantee la solución Maestranza Cerrillos tal cual me la había explicado mi socio Carlos Mujica.  “Pero eso es una locura: ¿Cómo podríamos cerrar la circulación de la Alameda por quince días para soldar sobre su superficie la famosa placa?  ¿Dónde están las grúas necesarias para subirla en bloque y ponerla sobre los pilares?”.    Tras esa reacción del mandatario, hice lo único que se podía hacer que fue decirle: “Si es imposible eso, olvídese de la solución planteada por mis socios”.

No estaba preparado para, apenas unas horas después, me llamó para decirme que estaría dispuesto a cerrar la Alameda por quince días y que el Ministerio de Obras Públicas (MOP) podría aportar dos grúas para el montaje.  Y, aunque parezca increíble, durante quince días estuvo cortada la Alameda entre Plaza Italia y Portugal para que, trabajando día y noche,  las cuadrillas de soldadores de Maestranza Cerrillos fueran acoplando segmentos de la placa hasta dejarla completa y preparada para que las cuatro grúas que concurrieron pudieran trasladarla e izarla hasta colocarla sobre los pilares ya preparados.  Me sentía tan orgulloso de la hazaña, que iba de noche calladamente a observar el avance del ensamble, preguntándome si alguna vez los chilenos se enterarían del fantástico logro de una empresita privada que, a pesar de su insignificancia, había hecho posible que la asamblea de la UNCTAD se inaugurará y se concluyera bajo su obra.

Si bien el refrán de que “no hay mal que por bien no venga” suele ser verdad, es más frecuente que se cumpla lo contrario y no haya bien que por mal no venga.  Y eso es lo que ocurrió en este caso porque la hazaña que cumplió Maestranza Cerrillos fue la causa directa de su muerte como empresa.  Cuando faltaba poco para la UNCTD,  Allende, en un discurso, vapuleó al empresariado chileno diciendo, entre otras cosas, que en Chile todos los grandes empresarios eran abusivos copiadores de experiencias extranjeras y que nunca tenían ideas propias.  Un par de días después, en un discurso radial, yo me burlé de la afirmación de un político que en toda su vida no había aprendido cómo funcionaban las empresas y recordé que iba a poder tener una UNCTAD en casa porque dos empresas chilenas habían hecho posible lo que sus famosos camaradas cubanos ni habrían podido soñarse.  Muy poco después de este desafortunado discurso, Maestranza Cerrillos fue tomada y declarada transferida a la nunca definida área de propiedad fiscal.  Después de eso, la empresa nunca se recobró y durante muchos años fue posible pasearse por sus vacías instalaciones donde ya nadie trabajaba.

No solo eso, si no que el gobierno anunció que el Presidente de la SOFOFA estaría excluido de la lista de invitados del sector privado que podrían asistir a los encuentros públicos de la     UNCTAD.  Pero esta vez funcionó el refrán de que no hay mal que por bien no venga, porque esa exclusión le entregó a la SOFOFA una atención y una notoriedad que jamás habría logrado en circunstancias normales.  Desde luego, ciertas delegaciones extranjeras, como la de Estados Unidos y México, nos invitaran a reuniones privadas en los días previos al inicio de la UNCTAD.  El curioso proceder de la delegación mexicana, presidida por el mandatario Luis Echeverría, la he aludido en detalle en “La Aventura Mexicana”.

Pero lo más estupendo ocurrió justo un día antes del inicio de la conferencia cuando la OIE (Organización Internacional de Empleadores) anunció que me nombraba embajador de ese organismo oficial residente en Ginebra (Suiza) ante la famosa asamblea general.  De ese modo, pude retirar mis credenciales y asistir puntualmente a todos los actos que pude del magno encuentro, sin que al gobierno chileno le quedara otra opción que el tolerarme.

La conferencia culminó con un plenario y esa noche fue cerrada con un banquete que el gobierno chileno ofreció a todas las delegaciones.  Para tal efecto se improvisó una enorme instalación de mesas, cortinas y decoraciones en el Palacio de Bellas Artes.  La invitación era con señoras, de modo que el espectáculo de elegancia y cortesía fue ciertamente imponente.  Asistí con mi señora, en una noche que se mostró fría y desapacible.  Al terminar el banquete, Liliana se manifestó cansada y friolenta, de modo que me pidió escabullirnos lo antes posible.  Le advertí suavemente que el protocolo vedaba retirarse antes de que lo hiciera el anfitrión, o sea Allende,  pero, al mismo tiempo, la invité a escabullirnos discretamente y, muy pegados a las paredes, empezamos a buscar una salida de la enorme celebración.  Fuimos a parar a un salón solitario en que se exponían unos cuadros de pintores cubanos.  Pronto nos dimos cuenta que no existía allí la salida que buscábamos, de modo que comenzamos a desandar el camino recorrido para buscar en alguna otra parte.  Cuando nos encaminábamos a la salida de ese salón, vimos, con espanto de mi parte, que entraba el Presidente Allende rodeado de una decena de personas, todas en ánimo muy festivo.  Pese a mis esfuerzos, nos vio y, ¡oh sorpresa!, caminó rectamente a donde estábamos y, con el ánimo más festivo posible, saludó a Liliana con entusiasmo  y la recombino cariñosamente porque “andaba en mala compañía”.  Pero luego, lanzando una risotada, me tomó del brazo y me dijo: “Esta no es noche para enemistades.  Venga conmigo a tomarnos un trago y hacer las paces”.  En un gesto completamente involuntario y mecánico, yo me apresté a caminar con él y le pasé mi abrigo, que llevaba en el brazo, a alguien de su entorno al que,  seguramente, instintivamente lo presentí un servidor.  Noté que todos, incluso Allende, se reían un poco y mi desazón pasó de la raya cuando, caminando siempre con mi brazo tomado, el Presidente me dijo: “¡Usted sí que sabe humillar a quienes le disgustan! ¡Le acaba de pasar el abrigo al Secretario General de Gobierno!”.  Fue inútil que yo le asegurara que no había tenido ninguna intención, pero que me disculpaba del disparate que había hecho.  Eso no evitó que, al día siguiente, la prensa del Partido Comunista titulara “¡El Padrino insulta a nuestro camarada, el Secretario General de Gobierno!”   Este personaje era un hombrecito menudo y sombrío al que todo el mundo llamaba Bernabé, aludiendo a un vampiresco actor que protagonizaba por entonces una popular serie televisiva que aludía a los vampiros del conde Drácula.

Así fue como la aventura de la UNCTAD terminó, para mí, en un sainete que podría interpretarse como la confirmación de la última frase de Falstaff en la última ópera de Verdi, “la vida es una comedia”.

Orlando Sáenz Rojas