LA AVENTURA DE LA FEUC

Corría el año 1955 y yo cursaba segundo año de Ingeniería Civil en la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Pontificia Universidad Católica de Chile.  Dudo que en ese momento hubiera en toda la universidad alguien más ajeno que yo a la actividad política universitaria,  de modo que me es difícil recordar qué fue lo que me indujo asistir a un mitin de la facultad para escuchar al entonces Presidente de la FEUC (federación de estudiantes) que era un compañero de sexto año llamado Eugenio Varela del Campo.  Lo que si recuerdo bien es que, algo de lo que dijo no me pareció correcto y lo interrumpí para una objeción solemnemente abucheada por la muchedumbre que poblaba la gran sala en que funcionaba primer año. 

Cuando todos nos retirábamos, sentí una mano sobre mi hombro y, al darme vuelta, me encontré con la furibunda miranda de Eugenio que venía a apostrofarme por lo que había hecho.  Su diatriba terminó con la amenazante frase “quiero ver si eres tan bueno para trabajar como eres para argumentar”.  Su desafío fue tal, que al día siguiente me encontré nombrado Jefe del Departamento de Relaciones Exteriores de la FEUC, dependiente del primer vicepresidente.  ¡Cuán lejos estaba yo de imaginar que ese insignificante nombramiento iba a influir en todo el rumbo de mi vida, puesto que despertó el deseo de servicio público que nunca me ha abandonado!

Cuando me interioricé de cómo funcionaba la FEUC, casi corrí a presentar mi renuncia.  En realidad su estructura no era más que la de los cuatro dirigentes  electivos anualmente (presidente, primer vicepresidente, segundo vicepresidente y secretario general), más una secretaria que lo hacia todo en uno de los cuatro recintos que abrían puerta al hall central de la universidad.  Los otros tres estaban ocupados por la librería universitaria, el club deportivo y la oficina de títulos y grados.  Existía, eso sí, una nube de estudiantes de las distintas facultades que tomaban iniciativas propias en el recinto de la FEUC y que, con admirable dedicación, mantenían una actividad que no tenía respaldo alguno en la administración formal.  Mi departamento de Relaciones Exteriores no era otra cosa que un sistema de respuesta a invitaciones de todo tipo que llegaban de embajadas extranjeras, otras federaciones de estudiantes y de entes oficiales y privados, de modo que mi labor solo consistía en asistir a alguno de los actos a que éramos invitado y a despachar invitaciones para algunos que organizaba la universidad.

Debo haberlo hecho bien porque, cuando el año académico se acercaba a su fin, Eugenio Varela me invitó a una reunión en que él estaba acompañado de un estudiante de Derecho que se llamaba Fernando Lira Villalón, el  que estaba formando una lista para postular a la siguiente directiva y en ella quería llevar a alguien de Ingeniería.  Eugenio quiso presentarme a mí ante él como un buen candidato para la Secretaria General.  En la elección triunfamos por estrechísimo margen, aunque perdimos la primera Vicepresidencia, que la ganó un muchacho de Derecho de apellido Rodriguez. 

El año de Fernando Lira fue bastante difícil para la directiva porque la DC universitaria, que era la fuerza política mejor organizada en nuestra universidad, controlaba la mayoría de los centros de alumnos y nos declaró la guerra porque le habíamos ganado la elección.  Y la forma del boicot era, fundamentalmente, arruinarnos la celebración de la Semana Universitaria y, sobre todo, del famosísimo Machitún que, para peor, el año anterior había sido maravilloso.  Cuando la fecha se acercaba, nosotros no teníamos más que tres o cuatro números anémicos montados por las escuelas menores y las grandes facultades, controladas por la DC, se habían declarado en receso y no presentaban números.  Salimos trabajosamente del paso gracias  a la colaboración completamente inesperada de dos alumnos que eran personajes increíbles: Fernando Larraín y  Jorge Rencoret.  Ellos organizaron y actuaron en un par de números además de  ayudar a mejorar los anémicos números que proponían las escuelas que no controlaba la DC.  Como estábamos consientes de la debilidad de nuestro Machitún,  acogimos la idea de representar una comedia musical que nos propuso el inefable Rodolfo Soto, que era   el amo de las barras de la Católica en los clásicos universitarios.  Para tal fin, contratamos a otra pareja legendaria como eran Isidora Aguirre y Francisco Flores del Campo, que escribieron y montaron una comedia musical llamada “Y a veces estudiamos”.  La representamos con pasable éxito y con ella dimos tres funciones.  Pero después ocurrió lo increíble: los autores se entusiasmaron y nos propusieron hacer una segunda comedia musical, lo cual desechamos porque ya no tenía sentido habiendo pasado la semana universitaria, y fuimos lo suficientemente miopes para no ser los mentores de la inmortal “Pérgola de las Flores”, que hicieron porque consiguieron otro patrocinio.  También rellenamos la semana universitaria con unas clases de cueca, para las que contratamos a un personaje de la época que se llamaba el Chilote Campos  y que tenía como ayudanta a una jovencita muy monona que se llamaba Fresia Soto. 

Y, para mí, la historia se repitió porque otro candidato a presidente de la FEUC para el siguiente periodo me ofreció la candidatura de Primer Vicepresidente en su lista y volvimos a ganar por un estrecho margen.  Ese muchacho  era de Derecho y se llamaba Roberto Gil Medina.

Entre mis deberes como primer Vicepresidente estaba el Departamento de Relaciones Exteriores, cuna de mis principios directivos, de modo que me esmeré en él  y puse a su cabeza a un compañero de curso de Ingeniería que se llamó Gonzalo Contreras.  Fue él que comenzó con las respuestas de invitaciones y con la asistencia a actos principalmente en los días nacionales de países amigos cuyas embajadas preparaban recepciones.  En una ocasión, Contreras fue a excusarse de asistir a una recepción de la Embajada de Suecia porque al día siguiente tenía una prueba en Ingeniería que requería mucha preparación.  Pero yo tenía la misma prueba, de modo que opté por consultarle al Presidente Roberto Gil si él podía asistir en lugar de nosotros y aceptó hacerlo.  La recepción era un viernes en la noche y nuestra prueba era el sábado en la mañana a las 8 am.  Cuando estaba terminando mi prueba y a punto de entregarla, llegó un funcionario de la universidad a avisarme que el rector me requería de inmediato en su despacho.  Por supuesto, corrí a presentarme ante Monseñor Alfredo Silva y Santiago, Arzobispo de Concepción y rector de la UC.  Lo encontré muy alterado y en cuanto me vio me dijo: “Roberto Gil amaneció muerto.  Asuma de inmediato y prepare sus honras fúnebres de la FEUC”. Creo que fue uno de los golpes más graves que sufrí en toda mi vida, y no podía creer que mi Presidente hubiera muerto por una reacción alérgica a algo que ingirió la noche anterior en un evento al que yo debería haber asistido.

 Me afectó de tal manera lo ocurrido y, convencido de que pasaría a la historia como el único presidente de la FEUC llegado al cargo por muerte de su antecesor, que, a muy poco andar, decidí que no era ni lógico ni democrático mantenerme en el cargo hasta el final del periodo y lo que hice fue convocar a nuevas elecciones.  Estaba cursando cuarto año de ingeniería y me quedaban todavía dos en la universidad, en los que no pasé de ser un simple delegado de mi curso.  Pero mi carrera en la FEUC fue el preludio de esa vocación de servicio público que ya no me abandonaría durante toda mi vida. 

El otro punto álgido de esa carrera dirigencial había ocurrido cuando era secretario general de la Presidencia de José Fernando Lira Villalón y nos vimos forzados a adherir a un paro estudiantil organizado por la FECH, (Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile).  Fue en los días de la revuelta popular contra el gobierno de Don Carlos Ibañez del Campo y nosotros no queríamos participar del movimiento, pero nos vimos obligados a hacerlo porque la junta de presidentes de centros votó a favor de unirnos al paro.  Cuando estábamos redactando la declaración de adhesión al movimiento, nos convocó el rector para informarnos, furioso, que se había invocado contra nosotros la Ley de Seguridad del Estado y que había orden de aprensión en contra de nosotros cuatro.  Al anunciar eso, exclamó: “El Presidente está furioso porque en vuestra declaración figurará un sobrino suyo.  ¿Quién de ustedes es ese sobrino?”.  Como si me cayera un rayo, recordé que la señora del Presidente, doña Graciela Letelier de Ibañez, era prima-hermana de mi abuelo, de modo que el objeto de la ira presidencial era yo mismo. 

Sin embargo, el Rector decidió no entregarnos a los carabineros que nos esperaban y, en cambio, nos hizo salir separadamente y escondidos de la universidad para entregarnos a nuestras familias con las que ya se había contactado y puesto de acuerdo para los lugares de encuentro.  A mí me sacaron en una ambulancia del hospital con salida a la calle Marcoleta y, así escondido, me entregaron a mi padre que me estaba esperando, bastante asustado y furioso, en una esquina del Parque Bustamante.  Me llevó sin parar a una casa en Quilpué, que era de su familia, donde permanecí escondido tres días hasta que el gobierno desistió de las querellas invocadas y pude volver a Santiago y a mis clases habituales. 

Como el destino suele, en Chile, dar las volteretas más increíbles, pocas semanas después me encargué de acompañar a un grupo de estudiantes peruanos que nos visitaban a concurrir al Palacio de la Moneda respondiendo a una invitación cursada por la Señora Graciela Letelier.  Era una decena de peruanos y, cuando se los presenté a la Primera Dama, ella no hizo ninguna señal de reconocimiento y comenzó a liderar el grupo para mostrarle los lugares más emblemáticos de la Casa de Gobierno de Chile.  Pasamos por el famoso Salón Rojo, donde estaba lo que podría llamarse el trono presidencial, porque era donde se situaba el mandatario en las ceremonias de Estado que allí se programaban.  En un gesto de infantilismo del que hasta hoy me avergüenzo, esperé que el lote comenzara abandonar el salón para pasar a uno vecino y corrí a sentarme en el famoso trono.  No había terminado de hacerlo, cuando con paralizante horror vi que se abría una puerta y entraba Don Carlos Ibañez leyendo un documento.  Levantó la vista, me miró y exclamó: “¡Tú debes de ser mi famoso sobrino.  Ya podrás contarle a tus hijos y nietos que una vez estuviste sentado donde solo lo hacen los presidentes de Chile!” Y luego, en lugar de castigarme, me tomó del brazo y empezó a mostrarme la galería en la que se exhibían los bustos de todos los mandatarios antecesores.  Yo me había recobrado ya lo suficiente como para balbucear que notaba la omisión del busto de Don Gabriel Gonzalez Videla, al que yo admiraba mucho.  Riéndose, me dijo: “Tú debes pensar que no está porque yo le tengo ojeriza, pero has de saber que los bustos se ponen aquí cuando los presidentes se mueren, de modo que es más que probable que el mío llegue antes del de Don Gabito”.

Esa anécdota iluminó de alguna manera mi sorprendente paso por la FEUC y la dejado para el final de esta aventura porque, de alguna manera, le quitara a mis eventuales lectores el sabor amargo de terminarlo con la tragedia de la muerte del único Presidente de la FEUC fallecido en el cargo, como fue el caso de mi recordado amigo Roberto Gil Medina.