LA AVENTURA CUBANA

Conocí a Fidel Castro en una recepción que le ofreció a Salvador Allende, en la sede diplomática de su país, cerca del final de su muy bullada visita a Chile durante el primer año de gobierno de la Unidad Popular.  A pesar de que había mucha gente, tuve ocasión de conversar un momento con él.  Fue una noche muy excepcional porque, mientras los invitados trataban de pasarlo bien, en la calle bullían los cacerolazos porque la recepción coincidió con el primero convocado y que fue muy ruidoso y masivo, sobre todo en la zona del Barrio Alto en que se encontraba la embajada.  Los invitados de la oposición éramos apenas tres o cuatro, frente a las decenas de “upientos” que esa noche  habían acudido con gran entusiasmo, pero que terminaron con las caras bastantes largas en medio del estruendo.  En suma, pienso que los únicos que nos divertimos fuimos esos tres o cuatro a que hice mención.

El siguiente incidente en relación a Cuba lo viví en los primeros días del gobierno militar constituido el 11 de septiembre de 1973.  Yo me había incorporado al gobierno y, sin dejar mi cargo de presidente de la Sociedad de Fomento Fabril (SOFOFA), me había hecho cargo de manejar la terrible coyuntura económica del país que dejaba el régimen marxista.  Ello me obligó, entre muchas otras cosas, a hacerme cargo de recuperar un saldo de 20 millones de francos suizos que existían en una cuenta corriente del Banco Central en la sucursal de Londres del Banco de Cuba.  Para ello preparé los documentos que acreditaban a los nuevos ejecutivos del Banco Central para girar ese saldo.  A pesar de que la cuenta no tenía ningún impedimento de giro y ningún gravamen, el Banco de Cuba se negó a pagar ese saldo y, consecuentemente, tuvimos que iniciar un cobro judicial que empezó su curso y seguía en él cuándo yo me retiré del gobierno en mayo de 1974.  Nunca volví a oír del asunto durante los siguientes casi 17 años.

Pasaron los años y, hacia la segunda mitad de los 80’s, viajé a Cuba con la intención de negociar con la Rayonera Cubana la venta de la maquinaria de la planta de rayón propiedad de Industrias Químicas Generales, perteneciente al  grupo Said, cuyos asuntos estaban a mi cargo.  La razón para ofrecerle la maquinaria a la empresa cubana era que solo existían tres plantas de rayón que se habían construido con un proyecto diseñado por una oficina técnica norteamericana y habían sido producidas por la Mitsubishi del Japón.  Las plantas de rayón no son standard y, por tanto, para que el equipamiento sea compatible era necesario la igualdad de diseño y, ojalá, de fabricación.  

En esos años, Cuba no tenía relaciones con Chile, pero el factor distancia fue determinante y me decidieron a solicitar visa en la Embajada que se había hecho cargo de los asuntos cubanos aquí,  que si mal no recuerdo, era la de República Dominicana.  El trámite resultó mucho más fácil de lo que había previsto y es así como me embarqué hacia la Habana en diciembre de ese año, muy provisionado con todos los planos y detalles técnicos del equipamiento de Quillota.  Las cosas empezaron a sorprenderme desde el mismo momento en que pisé la losa del Aeropuerto José Martí.  Cuando hacia la fila para el control de pasaporte, se me acercó un sujeto que se presentó como el compañero Antonio y me informó que estaría a cargo de mi visita, por lo cual no necesitaba seguir ese procedimiento.  Me llevó a una oficina adjunta donde me timbraron de inmediato mi pasaporte y, recogiendo mi maleta, salimos en busca de un automóvil con chofer que nos esperaba.  El compañero Antonio, que dijo pertenecer al Departamento de América, me informó entonces que mi reservación de hotel había sido cancelada porque me invitaban a una casa de huéspedes situada en el barrio El Vedado.  Cuando allí llegamos, me encontré con un primoroso chalet, con generoso antejardín y sin rejas a la calle.  Estaba vacío de huéspedes, yo era el único y me atendía una pareja que vivía allí y se preocupaba del aseo y de las comidas.  Además, tendría un automóvil a mi disposición para mis visitas a Rayonera Cubana (cuya planta estaba en Matanzas), y para mi programa de paseos turísticos programados.  

Naturalmente, estaba atónito ante todas esas atenciones.  Cada mañana me iba a Matanzas (ciudad que queda a medio camino entre La Habana y Varadero) y trabajaba allí hasta medio día.  Luego regresábamos a La Habana y en la tarde tenía un programa de visita a los muchos lugares atractivos que tiene la capital de Cuba y sus alrededores.  El compañero Antonio no se despegaba de mí en todo el día y se despedía cuando me retiraba a comer en la casa de huéspedes.  No había visita a ninguna repartición pública ni entrevistas con funcionarios de gobierno.  El único día en que hubo una alteración de este programa fue cuando, después de almuerzo, llegó a saludarme un personaje realmente inesperado y al que yo no conocía: Joel Marambio.  Con suma gentileza me invitó a un paseo a una especie de club de campo en las afuera de la cuidad, el que, aunque bastante descuidado, no tenía nada que envidiarle a los varios clubs del tipo que existen en Santiago.

En esa rutina, llegó el viernes  18 de diciembre, víspera de mi regreso a Chile.  Como debía estar muy temprano en el aeropuerto, al regresar de Matanzas manifesté mi deseo de comer temprano para tener amplio tiempo para preparar mi maleta y dormir algunas horas.  El compañero Antonio se mostró algo inquieto ante mi pedido y me aconsejo  que no me apresurara porque podía ser que tuviera una visita que no esperaba.  Pensé que esa posible visita sería la de un hijo de Miriam Contreras (la Payita) que yo sabía que había estudiado medicina en Cuba y por el cual yo le había preguntado al compañero Antonio.  Se limitó a callar y a encogerse de hombros.

Estábamos terminando una frugal cena, serían las nueve de la noche y sonó el timbre de la puerta.  Cuando Antonio la abrió, vi destacarse contra la luminosidad del cielo la inconfundible figura de Fidel Castro. Venía acompañado de otro barbudo tan alto como él, al que no reconocí, pero se trataba de Manuel Piñeiro Losada, el temido jefe de los servicios de seguridad y que estaba casado con la mítica chilena Marta Harnecker.  Tras ellos dos, se distinguían las borrosas figuras de dos o tres hombres, seguramente guardaespaldas.  Debo recordar a mis lectores que, en ese periodo, se habían restringido las barbas a solo los líderes de la revolución, por lo que bastaba  el lucir una barba para  significar un estatus que todos acataban, de modo que yo no podía dudar de lo que mis ojos no querían creer.

Con un cordial “supe que estaba en La Habana y he querido pasar a saludarlo” se dio inicio a una conversación que solo terminó cuando, en la mañana del sábado siguiente, me llevó al aeropuerto manejando el mismo un jeep abierto en que Piñeiro dormitaba en el asiento trasero.  De esa conversación he destacado algunos temas relevantes en artículos y en capítulos de mi libro “Testigo Privilegiado”, de modo que aquí me limito a evocar algunos aspectos anecdóticos.

Mientras nosotros conversábamos, Piñeiro se recostó en un sillón con las piernas sobre uno de los brazos.  Pero no dormía, porque de vez en cuando levantaba la cabeza para hacer alguna observación atingente a lo que estábamos en ese momento hablando.  Cuando comenzó a aclarar, y yo estaba muy inquieto por la preparación de mi maleta, Fidel (con el que ya nos tratábamos de tú) me preguntó cuál era mi itinerario de regreso a Chile.  Le informé que el avión me llevaría a Managua, donde tenía que combinar con un vuelo que me dejaría en Panamá, donde tomaría un vuelo a Santiago.  No hice nada más que decirle eso cuando exclamó: “¡Que viaje de locos! En cuanto te estés bajando en Managua te van a abrir unos cuantos expedientes con fotografías en la CIA, en la Sureté y otros servicios de inteligencia”.  Y volviéndose hacia Piñeiro le dijo: “Súbelo mejor al vuelo de Iberia a Madrid, donde no necesitas más que la C.I. chilena para embarcarte a Santiago”.   En ese momento, uno de los guardaespaldas perdido en las sobras de la habitación, se adelantó y dijo: “Compañero Presidente, le recuerdo que hay una huelga de operadores en Barajas y el Compañero Sáenz se puede quedar botado en España”.  Al oír esto, Fidel dijo: “Tienes razón, entonces podemos tratar en el vuelo de Canadian a Montreal  y de allí tomas el vuelo a Santiago”.  A esto observó Piñeiro: “Pero hoy es sábado y es un día en que el vuelo de Canadian no existe”.  Al asentir, Fidel se volvió a mí con tristeza y me observó que al parecer no tenía como eludir la pasada por Managua.

Pero, un instante después, se le iluminó el rostro y exclamo: “Pero,  ¿no es que hoy hay un chárter a Buenos Aires con algunos de los que asistieron al festival de cine que terminó ayer?”.  Y  cuando le ratificaron eso, ordenó: “¡Llamen al aeropuerto para ordenar que el chárter no parta hasta que yo llegue!”.  Y fue así como, bien entrada las ocho de la mañana, llegué al costado de un avión cargado de pasajeros que, con ojos asombrados y después de una larga espera, vieron subir, maleta en mano, a un fulano como yo, desconocido para todos y al que había despedido en la losa el propio mandatario de Cuba conduciendo en persona un jeep y escoltado por otro par de vehículos con guardias.

Me subí al avión y me senté en uno de los pocos asientos sin ocupar y junto al pasillo.  Mi compañero de asiento era un señor menudo y sesentón, que, a poco andar, me preguntó: “Perdóneme señor, ¿quién diablos es usted?”  Pero resultó que él era mucho más celebre que yo: el gran escritor Gabriel Garcia Marquez, cuyo libro autografiado aún duerme en mi biblioteca en recuerdo de esa singular ocasión.  El vuelo a Buenos Aires de Cubana de Aviación fue muy largo, porque me explicaron que no podían sobrevolar determinados países de Sudamérica (creo que aludían a Brasil) pero finalmente aterrizamos en Ezeiza.  Me costó poco conseguir un pasaje a Santiago y así llegué, ya en la noche, a casa tras un día que jamás podré olvidar.  El domingo 20 era el cumpleaños de mi hijo Francisco, y la necesidad de estar con él había sido mi excusa para declinar la invitación de Fidel a quedarme en Cuba todavía ese fin de semana porque deseaba mostrarme una lechería y productora de quesos modelo que era uno de sus emprendimientos más queridos.    

Lo volví a ver solo una vez, un par de años después, con motivo de una exposición de equipamiento hospitalario.  En medio de la concurrencia, hizo un aparte con un pequeño grupo de personas y allí intercambio conmigo un cordial saludo, pero nada más.  La fotografía que integra mi colección de mandatarios que está en mi oficina corresponde a esa oportunidad.

Pero, sin que lo volviera a ver, mi aventura cubana derivó en un episodio verdaderamente sorprendente.  A los pocos días de iniciado el gobierno de don Patricio Aylwin,  llegó a mi oficina un fornido cubano cuya tarjeta anunciaba que era el presidente del Banco de Cuba.  Dijo que, por instrucciones del compañero Fidel Castro, venía a contratarme para una gestión ante el Banco Central de Chile.  Desde 1973, rodaba por los tribunales de Europa un pleito planteado por nuestra institución para exigir la entrega de un saldo de 20 millones de francos suizos que nuestro Banco Central mantenía en una cuenta corriente en la sucursal de Londres del Banco de Cuba, a cuyo giro está se había negado.  Yo no lo podía creer ¡la demanda que habíamos interpuesto en mis días al servicio del gobierno militar seguía sin resolverse casi 18 años después! Y lo que ahora quería el Banco de Cuba era un acuerdo para pagar dicho saldo porque Chile había conseguido en Suiza el embargo de un saldo de más de ochenta millones de francos que tenía el Banco de Cuba allí y, eso, en calidad de medida precautoria.  

Me pareció un encargo fácil y bien pagado, porque lo que el Banco de Cuba ofrecía era abiertamente favorable para nuestro país, puesto que significaba recibir ahora lo que todavía podía tardar años a través de la vía puramente judicial.  Acepté el encargo y pedí una audiencia con el Presidente del Banco Central de Chile.  Debo advertir que, en ese momento, todo el directorio del Banco Central estaba constituido por miembros nombrados por el gobierno Pinochet, y, lo que encontré, fue un portazo con una advertencia: jamás el Banco Central aceptaría un acuerdo extrajudicial con Cuba y, aunque le tomara muchos años más, resolvería el asunto por un fallo judicial ejecutoriado.  Ante una respuesta tan categórica, no me quedó más opción que informar a mi mandante de ella y de mi renuncia al encargo otorgado.

A los pocos días, reapareció el cubano en mi oficina.  Quería reiterar su encargo, pero esta vez traía, en un sobre cerrado, un documento que no conocía y que Fidel Castro le había entregado con instrucciones de pasármelo a mí con la autorización para abrirlo y hacer el uso que decidiera con su contenido.  Cuando lo hice, no cabía en mi más asombro: se trataba de una carta del Banco Central de Chile, firmada por el Presidente de la época, en que reconocía que el depósito de 20 millones de francos que hacía en la sucursal de Londres del Banco de Cuba era, en verdad, la garantía de un crédito “confidencial” por monto equivalente que Cuba le entregaba a destinatarios designados por el gobierno de Chile.  La carta, además, consignaba que Cuba tenía derecho a incautar ese saldo en el caso de incumplimiento del pago de la obligación.  

No había forma de interpretar el documento más que como una cubierta para el traspaso de un dinero negro al gobierno de Allende o a alguno de los partidos que lo constituían.  No pude dejar de explicarle a mi interlocutor el asombro que me producía el que Cuba hubiera dejado correr por los tribunales europeos un asunto en que hubiera bastado con exhibir esa garantía firmada por el propio Presidente del Banco Central de Chile de esa época para liquidarlo.  ¿Por qué el documento no había sido exhibido en los tribunales?  Se encogió de hombros y se limitó a decirme: “Seguramente Fidel pensó que su exhibición en tiempos de Pinochet sería terrible para sus camaradas de Chile”.

Supe inmediatamente que tenía una bomba política en mis manos, y también supe que no podía llevarla al Banco Central dada su composición.  Opté por llevársela a mi amigo Enrique Krauss, flamante Ministro del Interior y mi compañero de trabajo en el grupo de tres personas que manejamos parte del financiamiento de la campaña presidencial de Patricio Aylwin.  Cuando vio la carta, palideció e  hizo venir a Enrique Correa para compartirla.  Después de discutir un rato, estuvimos de acuerdo en que se trataba de un asunto tan delicado que solo el Presidente podía resolverlo, de modo que acordamos que ellos se lo someterían.  Un par de días después, me llamó Enrique Krauss para decirme: “Te vamos a pedir un gran sacrificio profesional.  Renuncia al asunto para que nosotros lo resolvamos de alguna manera que no tenemos clara, pero que no nos cause un terremoto político”.  Y así lo hice y la verdad es que no sé cómo lo resolvieron, aunque posteriormente hubo una muy controvertida compra de vacunas cubanas que perfectamente podría haber sido la forma de compensar al país caribeño.

La última derivación de mi aventura cubana tuvo mucho de anecdótico.  Por esos mismos días apareció otro cubano con un extraño encargo.  Fidel Castro quería conocer mi opinión sobre el carácter de Patricio Aylwin, el nuevo Presidente de Chile, con el que se vería por primera vez en una cumbre Latinoamérica a efectuarse en Buenos Aires en los siguientes días.  No tuve inconvenientes en describirle cómo yo veía la personalidad de nuestro nuevo mandatario y recuerdo que mi principal consejo fue tratarlo muy protocolarmente porque era muy apegado a los procedimientos establecidos.  Tiempo después supe que Fidel no había seguido ese consejo y que el encuentro entre ellos había sido muy estirado.

Años después, me ocurrió algo que bien podría ser consecuencia de todo lo que he relatado.  Vino a verme un sueco funcionario de una gran compañía constructora de infraestructura de ese país.  Querían contratarme para desatascar en Cuba una propuesta de tres estaciones eléctricas que habían ganado hacia un año, pero que no lograban que se pusiera en ejecución.  Muy asombrado, le pregunté la razón de que querían la gestión de un chileno en un asunto como ese.  Se encogió de hombros y me dijo: “no lo sé, pero cumplo instrucciones de mi compañía”.  Acepté el encargo, viajé a Cuba, me entrevisté con una Ministro de Cooperación Internacional que, casi de inmediato me manifestó que si había un cambio en las condiciones de pago creía que el asunto correría rápidamente.  Trasmití eso y ayudé a modificar esas condiciones  de pago en la forma que me había insinuado la ministra.  Entiendo que todo luego fluyó satisfactoriamente, pero de lo que estoy seguro es que pocas veces me he ganado honorarios menos trabajosos.

Siempre he sospechado que, incidente como ese de los suecos, obedecían a que mi increíble noche charlando con Fidel Castro no había sido tan reservada como creía.