LA AVENTURA CHINA

A los pocos días de iniciado el gobierno militar, rompieron relaciones con Chile casi todos los países socialistas.  Las excepciones fueron China, Albania y Rumania y la sorpresa desagradable fue Yugoslavia.  Yo no tenía nada que ver con ese tipo de relaciones exteriores, pero mi oficina era vecina a la del canciller Almirante Ismael Huerta, de modo que era frecuente que me comentara aspectos de su cartera.  Uno de esos días, entró a mi oficina acompañado de su asesor político Enrique Berstein y me planteo el deseo de que yo llamara a la embajada de la República Popular China con el pretexto de preparar la compra anual que ellos hacían conforme a un tratado que habían firmado con el gobierno de Salvador Allende.  Ese convenio le otorgó a Chile un crédito para adquirir bienes de capital de producción china y los obligaba a ellos a comprar en Chile anualmente un cierto monto de no mucha importancia.  En el primer año de vigencia, habían cumplido comprando solamente cobre y, lo más importante, le habían concedido al gobierno chileno el derecho a comprar, con cargo a ese crédito, alimentos en China hasta un monto bastante acotado.  Fue eso lo que el gobierno marxista aprovechó para importar cerdo enlatado como una forma de aliviar la escasez de tantos productos como llegó a ocurrir en las postrimerías de ese gobierno.  De lo que se trataba era que yo, en mi calidad de encargado del manejo económico del país, tanteara la disposición china a seguir cumpliendo con ese convenio ya que no había suspendido las relaciones.

Provisto de esa estrategia, llamé a la embajada y, con mi voz más inocente, pregunté cuál sería la compra del año siguiente porque quería prepararla muy bien dado el desorden que todavía subsistía de la administración anterior.  Mi interlocutor era claramente un chileno, seguramente un empleado subalterno de esa sede diplomática. Muy adustamente, me contestó que consultaría con sus superiores.  Hubo fiesta en nuestra oficina cuando, un par de días después me llamó un funcionario chino para invitarme a discutir el asunto con el Encargado de Negocios (el embajador se había ido y todavía no regresaba a su puesto en Santiago). Pero, el hecho de contestarle a un funcionario de gobierno como yo era, en el lenguaje diplomático significaba la continuidad de relaciones.

Así fue como visite por primera vez la Embajada China, que estaba en una casona de la Avenida Pedro de Valdivia.  Yo no me podía sospechar que esa primera visita iba a provocar una cordial relación de varios años.  Arreglé el asunto del pedido para el año 74 y, cuando regresó el embajador, nuestras conversaciones derivaron a temas completamente distintos sin que produjeran efectos mis advertencias de que, para ellos, era necesario conectarse con otros funcionarios de la Cancillería.  No me hacían caso y seguían insistiendo en hablar solamente conmigo.

Esta extraña situación se prolongó cuando el Almirante Huerta le entregó su cargo al Almirante Carvajal.  Este último era muy adusto conmigo, de modo que debe haber sido doloroso para él tener que pedirme intermediación en asuntos diplomáticos con los chinos.  Y así llegó el día en que derechamente me planteó una prueba para comprobar hasta donde llegaba la necesidad de mi intervención: si yo invitaba al embajador a mi casa a cenar y ellos aceptaban, sería la prueba de que en efecto constituía para ellos una política el monoconducto que parecían haber establecido conmigo.  No solamente aceptaron, si no que aparecieron él, el Encargado de Negocios y sus respectivas señoras con un buen número de regalos para nosotros y hasta para nuestros hijos.  Esa comida consagró la amistad que habíamos alcanzado con ellos y no se inmutó cuando abandoné el servicio del gobierno militar.

Recuerdo que, cuando ya tenía suficiente confianza con el embajador, me atreví a hacerle un chiste y le dije: “Señor Embajador, creo que hace días que se le acabó la suscripción del diario “El Mercurio”, porque todavía no se ha enterado de que dejé de trabajar para el gobierno y ahora soy un particular como cualquier otro”.  Se rio como se ríen los chinos y me contestó: “nosotros tenemos amistades con personas y no con gobiernos”.  Y eso fue todo.

Siguieron los contactos durante los siguientes dos años hasta que, un día, estábamos comiendo en la embajada cuando le preguntaron a mi señora si le gustaría conocer China.  Liliana, muy turbada, contesto que le parecería un sueño y entonces le dijeron que estaba invitada con un acompañante (era la forma de incluirme a mi) para visitar Pekín y Cantón (estoy empleando los nombres latinos del año 76).  A los pocos días, nos llegaron los dos pasajes y la carta oficial de invitación.

Preparé el viaje minuciosamente y los pasajes los canjeé por los correspondientes a un regreso por Europa, para cumplir el sueño de una vuelta al mundo.  Además de eso, busqué con afán a alguien que hubiera estado en China, en tiempos en que ir allí era una verdadera odisea, y fue un subsecretario demócrata – cristiano el que me aleccionó para gozar esa visita (Felipe Amunategui). 

Hicimos el viaje yendo primero a Lima, donde aproveche para despachar un asunto en un solo día.  Luego tomamos el avión Air France que nos llevó a Tahití, en cuyo paradisiaco entorno invertimos tres días.  De allí, siempre con Air France, hicimos el enorme tramo Tahití – Tokio, donde también nos quedamos tres días.  Finalmente, de Tokio volamos a Pekín en Japan Airline.  Creo que no olvidaré nunca el aterrizaje en un inmenso aeropuerto en que no se veía ni un solo avión salvo el nuestro y otro en que, después supe, estaba llegando un monarca de Camboya o algo así.  Nos esperaba una pequeña comitiva, nos pidieron los pasaportes y nos advirtieron que no los volveríamos a ver hasta el momento de abandonar el país.  En caravana nos llevaron a un enorme hotel sobre la Av. Tienamen, que fue nuestro hogar durante una semana.

Sería demasiado largo relatar todas las maravillas que en esos días vimos, lo que incluyó un viaje a la Gran Muralla y todo un día de recorrido por la Ciudad Prohibida.  No hubo ningún contacto con funcionarios, pero si cumplíamos un riguroso programa que cubría todo el día y en el cual visitábamos escuelas, hospitales, edificios públicos y hasta pequeños centros comunitarios.  En todas estas visitas teníamos la presencia de nuestra intérprete, la Sra. Li, que hablaba un perfecto castellano con un leve acento español.  Eso motivó un curioso incidente porque, cuando teníamos un poco de más confianza, le pregunté si le había gustado España cuando aprendió nuestro idioma.  Me miró con sorpresa y me dijo: “Yo nunca he salido de aquí, pero usted tiene muy buen oído porque mi profesor fue un español.  Nunca nadie me había observado que tenía un pequeño acento”.

Debo recordar que, en octubre de 1976, todavía vivía Mao, de modo que China denotaba el final de la llamada Revolución Cultural, lo que era fácil comprobar a ver los slogans en las paredes de los edificios alusivos a la lucha contra la burguesía intelectual.  Existía una campaña para demostrar que no se necesitaban expertos porque la sabiduría popular era capaz de reemplazar todas las profesiones.  Por supuesto, yo consideraba una tontería eso y me atreví a expresarlo así en una visita a una universidad.  Me llevaron a una verdadera maestranza en que se estudiaba ingeniería.  En una enorme nave en que corrían dos o tres puentes grúas, se había colocado una tarima frente a un conjunto de sillas que ocuparon un centenar de alumnos.  Allí se me pidió que explicara algunos aspectos de la vida industrial de Chile y después hubo un espacio para preguntas y respuestas.  Fue el momento en que apareció el fanatismo de la Revolución Cultural cuando me preguntaban sobre la necesidad de maestros expositores.  Opté por apuntar hacia arriba y preguntarles: “Si ustedes tuvieran que calcular otro puente grúa sobre los rieles que vemos desde aquí, ¿qué harían?” En lugar de la discusión que proponían, yo les dije: “es mucho más rápido y fácil estudiar en el HUTTE la sección de cómo se calculan los puentes grúas.  Es innecesario inventar lo ya inventado porque toda nuestra humanidad está hoy edificada sobre los hombros de quienes nos precedieron y cuya herencia nos posibilita todo nuestro sistema actual de vida”.

Fueron muchas las cosas estupendas que vimos en esos días, y tomaría un espacio demasiado grande recordarlas todas.  Pero no puedo dejar de mencionar dos visitas memorables.  La una a un colegio para niños en que, para nuestro estupor y agrado, cuando entramos vimos un patio cubierto de bien ordenadas filas de pequeños enarbolando banderas chilenas y chinas y luego actuando en números que simulaban combates contra enemigos que siempre portaban insignias evocadoras de fuerzas invasoras rusas. 

La otra visita imborrable fue a una comunidad agrícola cercana a Pekín, que parecía un país en miniatura en cuyo interior vivían, sin poder salir, varios miles de personas que disponían de todos los servicios que se necesitan para vivir con lo justo, ya que había hospitales, escuelas, industrias básicas, etc. Nos explicaron que esa comunidad retenía una parte de su producción agrícola para consumo interno y entregaba al Estado todo el excedente.  En el sistema educacional, nos explicaron que al final del proceso se becaban a los tres o cuatro alumnos más sobresalientes para que salieran de allí a terminar de educarse en alguna universidad, pero que todos los demás estaban destinados a convertirse en trabajadores dentro de esa comunidad.  La conclusión era que esos seres pasaban la vida entera encerrados en los amplios límites de su comunidad agrícola, sin nunca saber nada del resto del mundo.  En realidad, todo el sistema de vida de la China de entonces se basaba en la inmovilidad de las personas.  Un día que el marido de la Sra. Li pasó a buscarla al caer la noche, supe que era oficial del PC chino y le pregunté qué lugares del mundo conocía.  Muy serio, me contestó que hacía unos cinco años había hecho un viaje para conocer la Muralla China, ¡lo que estaba a menos de cincuenta kilómetros de Pekín!

Pese a todo lo que vivimos en ese par de semanas verdaderamente mágicas, lo más notable fue lo que menos esperábamos, que derivó de la extrema gentileza con que nos atendió, en cada minuto disponible con libertad, el Embajador de Chile en China, que era el general (R) Hiriart, que era primo de doña Lucia, la esposa del General Pinochet.  Él y su gentil señora, con el agregado de un solo subalterno chileno y su cónyuge, rivalizaron en atenciones para con nosotros, al punto de preocuparme por la duda de que supieran que yo no estaba ni siquiera en buenas relaciones con el régimen militar a esas alturas.  Decían estar completamente aislados de Chile y en calidad de parias diplomáticos, porque no los recibía nadie del gobierno chino y la mayoría de los diplomáticos de otras naciones se apartaban de ellos cuando aparecían en alguna recepción puesto que dominaban los representantes de países socialistas que habían roto relaciones con el nuestro.  Desde que estaban allí, solo habían visto a dos o tres chilenos aparte de nosotros, de manera que éramos como una tabla de salvación para ellos.

Cuando se acercaba el final de nuestra visita a Pekín (en aquel tiempo, esa capital no había todavía empezado a llamarse Beijing), el Embajador nos invitó almorzar con ellos, disculpándose de que solo seriamos ocho a la mesa porque invitaría a dos parejas que eran amigos que no los discriminaban.  Una pareja sería la del embajador de Argentina y Sra., y la otra sería la de “un gringo medio raro que anda por estos lados” y que no sabemos que estatus tiene porque Estados Unidos no tiene relaciones con China y solo se le llama oficial de lie son.  Al efectuarse tal almuerzo, el tal “gringo raro” apareció solo y sin la Sra. a la que excusó por indisposición.  Llegó en bicicleta, departió encantadoramente con todos nosotros durante un par de horas y luego se fue.  Su nombre, entonces, no me dijo nada: se llamaba George H.W. Bush.  ¡Calcúlese mi asombro cuando ese “gringo raro” se convirtió, años después, en Presidente de los Estados Unidos!

En 1991, muchos años después, cuando el Presidente Aylwin recibió a ese Presidente Bush, tuvo la gentileza de invitarnos a una cena de gala que le ofreció en la Moneda.  Nos ubicamos en la mesa N° 1 en que una de las sillas estaba ocupada por la hija del mandatario visitante.  Conversando con ella durante la cena, le conté las circunstancias en que había conocido a su padre y, cuando, al final, los mandatarios recorrieron la decena de mesas para saludar a los huéspedes, ella le dijo a su padre: "¡Papá, aquí hay alguien que te conoce!”, y cuando él me miró, de inmediato exclamó: “¡Pekín 1976!”.   No pude menos de felicitarlo por su memoria, lo que motivó el siguiente comentario: “¿Cómo podría olvidarme cuando ese tiempo en China ha sido de los más notables de mi vida?”. 

El Pekín que conocimos entonces estaba lleno de sutiles mensajes políticos.  Desde luego, el amortizado Mao (que fue declarado muerto en los primeros meses del siguiente año) vivía en un rincón clausurado de la Ciudad Prohibida, para simbolizar que había reemplazado a los emperadores manchúes que lo presidieron en la opresión al pueblo chino.  Ese rincón estaba fuertemente amurallado y vigilado también hacia el interior del inmenso recinto.  Todos recordamos que el nombre de ciudad prohibida se debía a que, en la época imperial, ningún varón salvo el emperador podía permanecer dentro de sus murallas, de modo que solo mujeres y eunucos podían pernoctar allí, a parte, claro está, del propio emperador.

Cuando nos llevaron a conocer el gigantesco edificio de la Asamblea Nacional, era tan inmenso que no pude evitar preguntar cuantos metros cuadrados de construcción tenía, recibiendo la extraordinaria respuesta de que “tenía un metro cuadrado más que todo los que había construidos dentro de la Ciudad Prohibida”.  Era la forma sutil de señalar que el gobierno comunista era el nuevo, superior y eterno régimen que gobernaría “al país del medio”, que es lo que significa el nombre de China en mandarín.  Otra reflexión que me provocó esa visita fue la admiración por la maestría con que los comunistas ocultan la autocracia unipersonal bajo las muchedumbres parlamentarias.  El anfiteatro de ese edificio acomodaba a varios miles de diputados que, reunidos cada varios años, simulan un poder soberano que solo alcanza para escuchar presencialmente a los líderes.  En el gigantesco escenario había unos bancos para lo que se llamaba Comité Permanente de la Asamblea Popular, y tras ellos, existía una breve mesita para los escasos miembros de la cúpula gobernante.  Esa disposición me hizo admirar la técnica que explota la absoluta inutilidad de las grandes asambleas para ejercer un poder colectivo, de modo que tienen que delegar en una sola persona situada más allá de todas las instancias colegiadas.

Tras esa mágica semana en Pekín, nos fuimos en un vuelo interno a Cantón (aquí también utilizo el nombre castellanizado de esa cuidad), donde estuvimos cuatro días que, siendo muy interesantes, no alcanzaron el atractivo de la capital.  Por de pronto, esos días nos dedicamos fundamentalmente a recorrer una feria industrial tan monstruosamente grande que no podríamos ni siquiera haberla caminado en su integridad.  Uno podría ver allí toda una inmensa cantidad de productos.  Recuerdo que en un pabellón colgaba de cables desde el techo un avión de combate, muy similar a los MIG que veíamos en las películas.  Un orgulloso maestro de ceremonias explicaba las virtudes de ese caza de combate, de vertiginosa velocidad y poder de fuego.  Se quedó muy cortado cuando le pregunté cuál era la tecnología utilizada para los computadores analógicos que se necesitan para gobernar una nave a esas velocidades y alturas.  Me respondió, severamente, que ciertamente era una tecnología desarrollada en China y para nada copiada de la URSS.

A medida que se acercaba el día de nuestra partida, se fue apoderando de mí la inquietud de no haber visto nuestros pasaportes desde que habíamos llegado al aeropuerto de Pekín, y todo lo que conseguía era murmullos de que oportunamente los recibiríamos de vuelta.  Pero llego el día de la partida y seguía esa incógnita.  Nos llevaron a una estación de ferrocarril y, ayudándonos con nuestro equipaje, nos dejaron instalados en unos buenos lugares y se despidieron ceremoniosamente de nosotros. Para nuestro asombro, al acercarse la hora de la partida del tren, vimos cómo se sellaban con cadenas y candados las puertas de los vagones y así hicimos una veloz carrera, sin escala alguna, hasta la frontera con los llamados territorios libre de Hong Kong.  Allí se detuvo el tren y aparecieron unos guardias que lo esperaban para abrir las puertas selladas.  Se habían acabado las gentilezas, de modo que tuvimos que arrastrar penosamente nuestras maletas para colocarlas en un prolongado andén que tenía una especie de gran portal unas cuantas decenas de metros más allá.  Había un grupo de escritorios marcados por las letras del alfabeto y se nos hizo señas de acercarnos al de la S para recibir nuestros pasaportes lo que me provocó un inmenso alivio.  Como pudimos, llevamos todo lo nuestro hasta pasar ese portal y esperar un rato en la prolongación del andén porque suponíamos que allí algo tenía que pasar.  En efecto, a los pocos minutos llegó un tren, o más bien un ferrocarril metropolitano que, parando en muchísimas estaciones (donde se subían y bajaban numerosas personas), llegamos al terminal junto al mar, donde nos trasladamos a un trasbordador que nos dejó en la isla en que está básicamente instalada la ciudad de Hong Kong.  Un taxi nos llevó a nuestro hotel Intercontinental desde donde incursionamos durante dos días en la increíble ciudad que esa es. 

Como no pretendo dibujar una guía turística, guardo silencio sobre todas las cosas maravillosas que vimos en Hong Kong y en todas las escalas que siguieron.  De allí volamos a Bangkok, donde fuimos regiamente atendidos por un simpatiquísimo agente que allí tenía la Compañía Sudamericana de Vapores.  Trascurrido ese lapso, lleno de visitas interesantísimas, otro vuelo nos llevó a Nueva Delhi, donde sí que tuvimos algo extra turístico digno de contarse.  Nos atendió regiamente el Embajador de Chile en la India, que era un diplomático de carrera de nombre Augusto Marambio.  Nos trató con tal deferencia, que asignó a un joven ayudante de la embajada para dedicarse a pasearnos durante esos días, y nos invitó a comer en su residencia la última noche que pasamos allí.  Con gran sorpresa de nuestra parte, llegamos a una suite pequeña en un hotel y vimos un espectáculo sorprendente: el recinto estaba tan abarrotado de muebles, cuadros, objetos hogareños de todo tipo, adornos, etc., que prácticamente no se podía caminar entre ellos.  En una esquina había una mesita como de bridge, para cuatro personas y allí fue que cenamos atendidos por la señora del embajador.  Notando nuestra extrañeza, el Sr. Marambio se atrevió a contarnos su increíble historia.

Por la diferencia de horas, él amaneció el día 11 de septiembre de 1973 sin saber nada especial de Chile y, a primera hora, concurrió a una cita en el Ministerio de Relaciones Exteriores donde le informaron que esa noche habría una cena de estado para agasajar a Fidel Castro, que estaba regresando a Cuba en una vuelta al mundo en el sentido opuesto a la nuestra.  Él había sido elegido para sentarse a un costado del líder cubano, ello porque representaba a un país muy amigo del suyo como era Chile.  Pero, a medida que trascurría la mañana, comenzaron las noticias de lo que ese día ocurría en nuestro país y se iniciaron allí las carreras para arreglar la distribución del banquete.  Después de pasarlo a un asiento muy secundario, se le solicitó que mejor se declarara enfermo para no asistir a la recepción, puesto que se había convertido automáticamente en representante del gobierno de facto que había sustituido violentamente al de Salvador Allende y podía haber incidentes desagradables por tal motivo si él estaba presente.   

Al día siguiente puso a disposición del nuevo gobierno su cargo, pero recibió un mensaje para que mantuviera su misión hasta que llegara su reemplazante, lo que ocurriría en los próximos días.  Con esa advertencia, el embajador liquidó el arriendo de su residencia y se trasladó al hotel al que ya me referí, convencido de que sería cuestión de unos días.  De eso hacía más de tres años y por eso vivía en la forma increíble que he descrito.  En ese lapso, le había correspondido una vacación en Chile, en que aprovecho para solicitar una entrevista con el Canciller Almirante Carvajal, al que le preguntó cuál sería su destino.  Muy secamente, el Almirante le dijo que volviera a la India para allí entregar su cargo a su reemplazante…pero de eso había pasado ya un año hasta el momento de nuestra cena con él.  Por aquel entonces, yo escribía regularmente en la revista “Hoy” y el Sr. Marambio me pidió, delicadamente que aludiera a su inaudito caso, cosa que hice.  Un par de años después, me lo encontré una vez caminando por la Av. Pedro de Valdivia y me confió en que mi alusión le había permitido, por fin, alcanzar el ansiado reemplazo en Delhi y que ahora estaba jubilado.  Nunca pudo consolarse de ver la forma despectiva con que Chile había tratado sus relaciones con un país tan importante como la India, puesto que en los casi cuatro años que estuvo anclado allí, nunca más lo volvieron a recibir en los organismos oficiales locales.

Desde Delhi volamos a Teherán, donde la aventura fue todavía mayor.  En el aeropuerto nos esperaba, ramo de flor en mano, el Embajador General Arturo Yovane Zuñiga y señora y, durante cuatro días él no se despegó de mi mientras su señora paseaba a la mía, por lo que todo mi recuerdo de la capital de Irán se reduce a una sucesión interminable de asados y de cocteles.  Lo único que pude hacer de turismo, fue una visita al Trono del Papagayo y otra a una torre elevada donde se había instalado un museo para recordar los dos mil años de la monarquía persa.  El embajador detestaba a Pinochet y lo único que hizo fue “pelar” al General Mendoza y a los del ejército, al punto que yo no podía creer que lo hubieran nombrado embajador después de ser ministro del Trabajo.  Estaba particularmente ofendido porque supo que Raúl Sáez había hecho un informe negativo de su pasada por Teherán porque el embajador no le había conseguido una audiencia con el Sha.  Recuerdo que me gritaba que, cuando Kissinger llegaba a Teherán, ni al bajarse del avión sabía si el Sha  iba a recibirlo y exclamaba: “Y ese chileno picante parece haber creído que hablar con el Sha era cosa fácil, cuando yo la única vez que lo vi fue cuando presente mis cartas credenciales en una ceremonia cuyo protocolo tuve que ensayar varias veces en los días anteriores y en  que se me enseñó que no me podía acercarme a menos de  tres metros del monarca.

Desde Teherán volamos a Estambul, de allí a Zurich, luego a París y, ya sin escalas, hasta Santiago donde pusimos fin a nuestra vuelta al mundo de ensueño.

Todavía la aventura china se prolongó en Santiago hasta que el embajador regresó a su patria y después, la relación se fue perdiendo entre las telarañas del tiempo.  Sin embargo, en ese periodo postrero todavía viví gestos que merecen contarse.  Un día que pasé a la embajada china a saludar a mi amigo, me encontré con que no podía verlo porque estaba en su periodo de trabajador manual.  Tiempo después, él mismo me explicó que todo funcionario chino, cualquiera que fuere su puesto y su dignidad, tenía que, durante un mes, suspender su cargo y trabajar como obrero.  En la embajada, para ese fin, habían plantado una pequeña chacrita en el patio trasero del edificio, que era bastante amplio.  El cultivo estaba a cargo de los distintos funcionarios, incluido el mismo, que tenían turno para cumplir esa regla.  Esa explicación me la dio con un fino regalo: una cajita con dos pepinos de su propia producción y de una especie desconocida en nuestro país, los que eran bastante deliciosos.  No pude menos de meditar en que, si esa costumbre se practicara en Chile, tendríamos muchos menos “pitutos” de esos que los gobiernos de turno distribuyen entre los familiares y amigos de sus altos funcionarios.

El otro y último episodio de mi aventura oriental fue el que ya relaté en “Testigo Privilegiado” cuando mis amigos de la embajada me vendieron el Mercedes Benz cero kilómetros que había sido encargado a ellos cuando Camboya rompió relaciones con nuestro país.  Averigüé cuanto podía costar el automóvil en nuestro mercado, y les informé que su valor era de aproximadamente 30 mil dólares y que, como no podía yo pagar esa cifra, les agradecía la oferta, pero la dejaba pasar.  Pasados unos días, me llamó el embajador para decirme que para mí el precio era 16 mil dólares, porque eso era lo que el automóvil había costado, con un pequeño recargo de intereses por los dos años que tuvieron que tenerlo guardado para cumplir el plazo fijado por nuestras leyes.  Yo, deslumbrado, le pregunté porque ocurría así y su repuesta no la olvidaré: “nosotros no hacemos negocios con nuestros amigos”.  Esa fue la última de las muchas enseñanzas que aprendí de mis amigos chinos y debo confesar que nunca he vuelto a pensar en ellos como enemigos o adversarios por muchos que sus sistemas políticos me repugnen.