Estaba “reventado” esa fría mañana de fines de septiembre de 1973, cuando desembarqué en Pudahuel de regreso de Europa. Además de cansado y
algo resfriado, me aquejaba el desaliento de no haber podido solucionar los dos problemas urgentes que me habían llevado al viejo continente: el del saldo en el banco de Cuba, sucursal Londres, y
el de la postergación de la reunión con el llamado Club de Paris que el gobierno de Allende tenía programada para apenas unas semanas después y a la que el nuevo gobierno chileno no tenía ninguna
posibilidad de presentarse con una propuesta razonable para la reestructuración de nuestra deuda externa.
Llegué a mi casa y me metí en la cama, pero no había terminado de dormirme cuando una llamada del edecán del General Pinochet me convocó a una
reunión con él un par de horas después. Se trataba de un destello esperanzador pero trabajoso: tenía que, esa misma tarde, subirme a un avión de la Fach para volar a Brasilia a una reunión
con el ministro de hacienda del Brasil Antonio Delfim Netto porque “nos ayudarían”. Creo que Pinochet, aunque no me lo dijo, había recibido un mensaje del general Emilio Garrastazu Médici,
en que le habría prometido esa ayuda. Mi viaje sería secreto e inmediato. Le dije al general Pinochet que yo no creía en los viajes secretos y que, dada mi lastimoso estado, lo único
que pedía era volar a Rio de Janeiro en un vuelo comercial en la madrugada siguiente. Aceptó de no muy buena gana y así pude, a lo menos, dormir unas cuantas horas.
Me reuní con el todopoderoso ministro en Rio y, en un par de horas de trabajo, cerré un acuerdo que era oxígeno puro para Chile: nos abrirían un
crédito de US$500 millones para importaciones desde Brasil, en muy buenas condiciones de plazo y de intereses, y nos otorgarían un crédito adicional de US$50 millones de libre disposición.
Que yo sepa, era la primera vez que en Sudamérica un país le otorgaba a otro un traspaso de libre disposición y muy generosas condiciones de pago y de intereses. De esa manera, y en la
misma tarde del día de mi llegada, me encontré con misión cumplida. Pero no regresé a Chile de inmediato, porque había obtenido del General Pinochet la autorización para ir a Buenos Aires a
también “pasar el platillo”, aunque sin ninguna esperanza de lograr algo. El mismo mandatario chileno me había otorgado esa autorización con el siguiente comentario: “¿Qué se puede lograr
del gobierno de Perón, que nos odia? Bueno, pero si quiere entretenerse un par de días en Buenos Aires, hágalo y yo estoy de acuerdo en que se lo merece”.
Y así fue como viajé a Buenos Aires en un vuelo igualmente comercial, con una audiencia solicitada con el Ministro de Economía argentina el Sr. José
Ber Gelbard. Ciertamente que, en esa perspectiva, no estaba preparado para lo que ocurrió.
La cosa empezó a torcerse cuando, en Ezeiza, me esperaba un automóvil oficial que me trasportó, sin preguntarme nada, al hotel Sheraton donde,
siempre sin consulta, me instalaron en una suite del piso inmediatamente debajo del de la cumbre, donde unos días antes había ocurrido un atentado con bomba y estaba lleno de guardias de
seguridad. Allí me esperaba el administrador del hotel diciéndome que tenía instrucciones de pedirme que no saliera sin protección oficial y ni siquiera para tomar contacto con
amigos. Mi reunión con el Sr. Gelbard sería a las 10:00 am del día siguiente.
Todavía más, me pidió que le otorgará una audiencia de inmediato a un huésped del hotel al que me aconsejaba prestar mucha atención. Este
Gerente General del hotel era un chileno que había sido nombrado en ese puesto por su excelente desempeño en el Sheraton de Santiago, de modo que su petición, que acompañó con un estupendo regalo
de dos jarras de estaño que todavía adornan mi casa, recibió de mí una placida aceptación.
Al caer la noche, llegó a mi suite un muy curioso personaje. Se presentó como un Sr. Amar, hombre joven, muy atildado y con un traje blanco
que hasta olía a muy caro. Me explicó que él mantenía una relación muy personal y estrecha con el General Perón, de modo que podía yo estar seguro de que el mandatario estaría al tanto de
lo que conversáramos. Mi desconfianza era palpable, de modo que optó por probarme su cercanía al Presidente adelantándome lo que Gelbard me otorgaría al día siguiente. “Sabemos lo que
le concedió Brasil y se le ofrecerá lo mismo con algún pequeño detalle diferente”. Yo no podía salir de mi asombro, pero estaba un poco mejor preparado para escuchar la segunda parte del
mensaje y que era de reciprocicar la ayuda con dos “pequeños favores”. Se trataba de que el gobierno chileno no forzara el cierre de la planta armadora de camiones Pegaso, a la que el
gobierno de Allende le había otorgado el monopolio para Chile y le había entregado la expropiada planta de la Ford en Casa Blanca. El otro “pequeño favor” era el otorgamiento de
permisos de vuelo para la línea Austral, para operar en Chile.
Debe haberle sobresaltado mi cara de sorpresa y de disgusto, porque respondió con gran franqueza mi pregunta de que tenía que ver el General Perón
con esas dos empresas favorecidas. No podré nunca olvidar su respuesta: “digamos que el General tiene algunos intereses en Pegaso y en Austral, porque ellos son gemelos con los que tiene
en varias otras propiedades personales”. Para apabullarme todavía más, me preguntó si yo sabía quién era el dueño del hotel en que estábamos sentados. Naturalmente, la Sheraton
era la operadora, pero el inmueble era del Presidente de Argentina.
Ni que decir tiene que yo me quedé atónito después de esa curiosísima entrevista y me apresuro a adelantar que Pinochet se enfureció cuando se la
relaté punto por punto y ciertamente no hizo nada de lo que a Chile se le solicitaba. Al día siguiente, la entrevista con Gelbard se desarrolló tal cual Amar me había adelantado. Nos
abrirían una línea de crédito de US$500 millones para importaciones desde Argentina, pero no podríamos utilizarla para trigo y carne. En cuanto a préstamo de libre disposición, solo podían
ofrecer US$20 millones. Esa oferta de Gelbard, que ciertamente acepté, me demostró que estaban perfectamente informados de lo que Brasil nos había otorgado apenas dos o tres días
antes. La entrevista que fue muy cordial, terminó con la información de que tendría una segunda audiencia con el Canciller Sr. Alberto Juan Vignes y luego tendría la oportunidad de saludar
al propio General Perón. La entrevista con Vignes en el Palacio San Martín fue completamente protocolar y amable, con reiterados juramentos de simpatía hacia mi país. Él era un
viejecito muy amable y que se comportó como uno espera de los ministros de Relaciones Exteriores.
No me acompañó a la Casa Rosada y tuvo bastante razón porque el “saludo a Perón”, duró menos de cinco minutos y no paso de ser un balbuceo de
parabienes. Pero igualmente lo agradecí, porque tenía plena conciencia de que estaba frente a una figura icónica del siglo XX. Recuerdo que la postura de Perón era francamente
hierática, y parecía una figura de cera por su rigidez. Fue la imagen que tenía yo todavía en la retina cuando se admitió su fallecimiento apenas algunos meses después.
Antes de regresar a Chile, todavía tuve otra gran sorpresa. En la mañana del día siguiente al de las entrevistas, recibí a un oficial de
ejército que era el agregado militar de nuestra embajada en Buenos Aires. Desgraciadamente, no recuerdo su nombre aunque me suena algo como Ríos o Del Río. El hombre venía a
plantearme que estaba citado a comparecer ante el General Pinochet y que sabía que sería el fin de su carrera porque había cometido el pecado capital de relacionarse con el General Prats, que
estaba refugiado en Argentina y del que en Chile se decía que vivía muy bien porque se había llevado mucho dinero. Este oficial me aseguró que eso era mentira y que, en realidad, Carlos
Prats solo vivía allá por la caridad de Gelbard, que le pagaba un sueldo como teórico relacionador público de una de sus empresas. Me ofreció llevarme a verlo, cosa que deseché de plano
porque mi investidura me lo prohibía. Lo que ese oficial quería, era que yo morigerara el enojo de Pinochet antes de que él tuviera que presentarse ante su superior chileno. Recuerdo
que le dije que le haría el mejor de los favores, el que sería de no mencionar que me había visitado en busca de ayuda. No hay nada que moleste más a los militares que el que un civil se
meta en asuntos disciplinarios de ellos, de modo que si yo lo hacía, sería para empeorar su situación. De hecho, después me enteré que el motivo del enojo de Pinochet no era por lo de
Carlos Prats, sino porque el oficial que me visitó había aceptado arriar la bandera de Chile ante la amenaza de una poblada que se manifestó frente a nuestra embajada el día 11 de
septiembre.
Como quiera que sea, mi regreso del viaje causó estupor en nuestro gobierno en vista que volvía con el doble de lo que se había planeado. Vale
la pena hacerse conjeturas sobre lo que motivó la generosidad del gobierno de Perón. Yo creo que geopolíticamente Argentina no quería que se fortaleciera la alianza de los militares
chilenos únicamente con los brasileños, y el resultado de mi visita era un esfuerzo por equilibrar la situación.
Como quiera que fuera, mi aventura argentina tuvo una precuela y un epilogo. La precuela ocurrió cuando, como presidente de AILA (Asociación
de Industriales de América Latina) me correspondió entregarle el cargo a mi colega argentino Elbio María Coelho, presidente de la Unión Industrial. Asistió al acto el entonces Presidente
Alejandro Agustín Lanusse, quien tuvo la gentileza de invitarnos a los dos a compartir un café en la tarde de ese mismo día y en la Casa Rosada. Eran los días previos a cuando él tenía que
entregarle el cargo a Héctor José Cámpora el candidato de Perón que había ganado las recientes elecciones. Cuando lo visitamos, el Presidente argentino nos mostró su onda pena
por lo que estaba ocurriendo en el país. Se había puesto a jugar a la política con Perón, consiguiendo que este se comprometiera a no ser candidato en esos comicios, pero no estaba
preparado para que el controvertido general ganara con cualquier candidato que presentara, el que estaría preparado para renunciar a los pocos días de su mandato y para convocar a nuevas
elecciones en las que ya no existía ese compromiso. Lanusse estaba completamente consiente de que había sido burlado y derramaba su amargura ante cualquiera que lo visitara, en este caso
Elbio y yo. Recuerdo que nos demostró su angustia por tener que entregar la presidencia a un Don Nadie como era Campora y preveía muy malos tiempos para su patria. En suma, fue la
visita más fúnebre a la que yo haya asistido.
En cuanto al epilogo de esta aventura argentina, ocurrió en los primeros meses del gobierno de Patricio Aylwin. En un avión privado, llegaron
dos amigos personales del Presidente Menem que vinieron a Chile a proponerle al nuevo Presidente de Chile un agresivo plan de integración económica entre ambos países. Al realizar esa
gestión a través de una vía informal, Menem estaba cometiendo un grueso error de juicio sobre la personalidad de Aylwin. Este era una persona muy formal, a la que le producían rechazos las
gestiones no encausadas a través de los mecanismos oficiales, de modo que, interesándole el plan que le esbozaron, decidió ahondar su consideración a través de una gestión tan informal como era
la de los dos compañeros de Menem que llegaron a planteárselo, por más que, a poco andar, uno de ellos se convirtió en su Ministro del Interior. Y el escogido para esa gestión informal fui
yo.
Cuando llegué a Buenos Aires, pensaba que lo que me esperaba era una conversación con el propio Menem, de modo que me cogió por sorpresa una
recepción en la Casa Rosada presidida por una hermana de la esposa del mandatario que, rodeada de una decena de ministros y de funcionarios, me recibió en una magnifica sala de reuniones rodeada
de los escudos tallados de todas las provincias argentinas. Durante un par de horas, desmenuzamos las cinco iniciativas integradoras que proponía Argentina, que eran todas muy interesantes
y de primerísima importancia. Se trataba de construir un gasoducto enorme, de un programa de tres vías internacionales por carretera y pasos cordilleranos, la rehabilitación completa y
modernizante de la vía ferroviaria de comunicación, de un oleoducto a la altura de Concepción para trasporte de combustibles petrolíficos y de la creación de un mercado común prácticamente
universal entre ambos países.
Ciertamente que yo no estaba facultado para proponer nada. Debía limitarme a escuchar y tomar nota de muchísimos detalles, y fue lo que hice,
pero no pude evitar plantear una advertencia en el sentido de que alguna de esas entusiasmantes propuestas podrían sufrir objeciones del sector militar chileno, que, dadas las limitaciones de que
adolecía el gobierno de Aylwin, podrían ser determinantes. Cuando esa reunión terminó y yo creía que eso sería todo, la muy enérgica cuñada del presidente me invitó a acompañarla a una
reunión con él mismo. Conversé más de una hora con el Presidente Menem y me impresionó mucho su profundo conocimiento de lo que habíamos visto en la reunión previa y su muy franco
planteamiento en relación a reconocer las limitaciones que ambos mandatarios tenían que contemplar. Como era un día viernes, me invitó para el día siguiente a un “asadito” en la residencia
de Olivos, lo que resultó en un buen lote de gente sin otro fin que pasarlo bien.
Recuerdo que, cuando el Presidente Aylwin me pidió una apreciación personal sobre Menem, le contesté: “Mírelo con cuidado y no se deje impresionar
por la fama de frivolidad que lo rodea. Creo que es un verdadero estadista. Desde mi punto de vista, es como una Citroneta con motor de Roll Royce”. Desgraciadamente mis
aprensiones sobre el veto militar se cumplieron a cabalidad y del programa propuesto, prácticamente no se hizo nada, porque era imprudente para la seguridad geopolítica de Chile.
Es necesario que advierta, antes de poner punto final a esta titulada Aventura Argentina, que omito todo el enorme caudal de experiencias
profesionales y visitas turísticas y artísticas que en centenares de ocasiones me han alegrado la vida. Visité Argentina por primera vez cuando no terminaba el colegio y, hasta el día de
hoy, prácticamente no ha habido un año sin viajes a Buenos Aires, a veces más de una vez. Basta señalar que, en año en que planeamos el mall de El Abasto, fui a Buenos Aires 37 veces en un
año.
En suma, al finalizar estas páginas, declaro en voz muy alta que amo a Argentina, que Buenos Aires no le sede a Paris o a Nueva York en mis
preferencias, que tengo más amigos argentinos que chilenos y que estoy seguro de que en una encarnación anterior fui porteño de tomo y lomo. Me cuesta mucho comprender que un país que ha
producido a Borges, a Barenboim, a Julio Boca, a Marianela Nuñez, a Leo Messi y a tantos otros genios sea incapaz de sacarse de encima a la manga de demagogos que han logrado la
hazaña de arruinar al rico vergel que creo Dios con el nombre de Argentina.