LA AVENTURA ALEMANA

 Mi aventura alemana comenzó, como todas las grandes aventuras, en una forma insignificante.  A mediados de los años 80’s, mi oficina se hizo cargo de importar, para unos clientes habituales, unos equipos de tintorería producidos en la RDA (República Democrática Alemana).  Tal vez el trámite hubiera sido muy complicado, si no fuera porque en el Banco Español – Chile existía una línea de crédito para importar bienes de capital de esa procedencia, tal vez fósil olvidado de los tiempos de Allende.  Era una operación que terminó siendo simple y bastante pequeña, no más de US$50.000.
 
 Como un año después, recibí una llamada de la Embajada de la RDA en Buenos Aires en que me pidieron un informe sobre las causas de que esa línea de crédito, de casi quince años de antigüedad, no registraba más que una operación y que era la nuestra del año anterior.  El informe fue rápido y tajante: la línea no operaba porque no existía promoción comercial de productos de la RDA en Chile, y entre ambos países tampoco existían  relaciones diplomáticas.  Pasados unos días, recibí el encargo de tramitar un permiso para que la RDA abriera una oficina comercial en Chile.  A nuestra consulta en la Cancillería de si tal permiso era posible, la respuesta fue que solo lo sería en el caso de que existieran relaciones a lo menos en el nivel consular entre ambos países.  Era Ministro de Relaciones Exteriores don Hernán Felipe Errazuriz.
 
 Sin ninguna esperanza de que algo prosperara, informé a la embajada de la RDA en Buenos Aires de tal respuesta.  Para mi enorme sorpresa, a los pocos días recibí una invitación para viajar a Berlín con el objeto de discutir la posibilidad de reanudar relaciones a ese nivel, las que debería sostener con funcionarios del  Ministerio de Relaciones Exteriores Económicas de ese país.  Mas incentivado por la curiosidad y la excitación de la aventura que por esperanzas de lograr algo, acepté la invitación y poco después me planté en Berlín vía Copenhague.
 
 Pero tuve tiempo de prepararme para el viaje que me producía algunas inquietudes.  Yo había sido, como presidente de la Sociedad de Fomento Fabril (SOFOFA) y como funcionario temporal del gobierno militar que sucedió a Allende, un connotado opositor al régimen marxista de ese presidente y la fama rigorista del gobierno comunista alemán era, por entonces, bastante siniestra.  De esa forma, la perspectiva de desaparecer en la RDA en las fauces de la Stazi, era algo a considerar y ciertamente atemorizante.  Para prepararme, me hice aconsejar por quienes podían conocer el paño y fue así como no tardé en trabar relación con uno de mis personajes inolvidables, que se llamaba Gregorio Navarrete.  Este era un increíblemente simpático hombrón que pasaba por ser una especie de agente económico del PS chileno y especialmente de una organización que, desde Berlín, dirigía don Clodomiro Almeyda y, todavía más que él, su esposa Irma.  En cuanto conoció mi invitación, Gregorio me instó a verla como una gran oportunidad y me alentó a aprovecharla con la promesa de darme allá todo el apoyo necesario para obtener provecho de ella, lo que facilitaría la óptima vinculación de ese equipo con el gobierno totalitario de Honeger.
 
 Y ciertamente que valió la pena seguir ese consejo.  No bien pisé tierra alemana, fui cordialmente acogido por el circulo de don Clodomiro y mis conversaciones con los funcionarios alemanes marcharon siempre sobre ruedas, al punto que días después pude regresar a Chile con una fantástica propuesta en mis manos: la de entablar conversaciones a nivel de gobiernos para la reanudación de relaciones diplomáticas a nivel consular entre Chile y la RDA.  Fue tal la excitación que produjo esa noticia en nuestro Ministerio de Relaciones Exteriores, que el Canciller Errazuriz decidió convocar de regreso a su repartición al General (R) Ernesto Videla, que hasta hace poco había sido su Vice –Canciller para que sostuviera la vinculación conmigo y con mi gestión.  Ella me tomó otros dos viajes a Berlín, uno de ellos con mi hijo Francisco y siempre de la mano de Gregorio Navarrete.  Y los resultados fueron deslumbrantes porque fuimos intermediarios del acuerdo entre Chile y la RDA para reanudar relaciones a ese mínimo nivel consular.
 
 Esto es rápido y fácil de decir, pero nada de fácil de implementar, pero nuestra gestión terminó cuando los dos gobiernos comenzaron a dialogar entre ellos en Buenos Aires, conversaciones que ciertamente nosotros solo miramos desde lejos.  Pero, entremedio, las estadías en Berlín fueron increíbles y llenas de instancias inolvidables, como también lo fueron las curiosas circunstancias que, a última hora, casi  echan abajo detalle al parecer insignificantes.  Cuando el acuerdo estaba ya consensuado, surgió el problema de los ritos protocolares con que tenía que ser firmado y anunciado.  Un requisito era que el anuncio oficial tenía que ser anunciado simultáneamente en ambas capitales y surgió el problema de donde se firmaba el protocolo: la RDA proponía su embajada en Buenos Aires o en Madrid y Chile proponía nuestra embajada en la capital argentina.  Como no existió acuerdo, el trámite estuvo a punto de quebrarse y solo lo supero la proposición de suscribirlo en un lugar neutral que fue, si mal no recuerdo, un salón en el país vecino.
 
 No puedo dejar de recordar algunos hechos que nos ocurrieron durante las estadías en la capital alemana.  Berlín era una ciudad como muerta, casi sin circulación de vehículos y de personas, a pesar de que siempre nos alojamos en un hotel sobre Under ther Linden, la gran avenida de tilos que enfrenta la Puerta de Brandenburgo.  Era una ciudad triste y silenciosa, pero que tenía cosas increíbles para alguien con curiosidad intelectual, como ser el Museo de Pergamó donde se podía admirar la vía procesional de Babilonia que terminaba en la Puerta de Ishtar, o la reconstrucción maravillosa del mercado de Pergamó.
 
 Lo otro asombroso era el funcionamiento del circulo que rodeaba a don Clodomiro Almeyda y entorno al cual giraba todo un grupo de exiliados chilenos, como eran los simpatiquísimos hermanos  Puccio.  El mayor, Osvaldo, fue como mi cicerone en el país, y el segundo se convirtió en mi médico de cabecera por muchos años, como lo fue después del Presidente Ricardo Lagos.  El tercero era cineasta y compartía la simpatía innata en la familia, que hasta asomaba cuando me delataban el triste final de la vida de su padre.  En ellos encontré amigos que siento haber dejado de ver en los años de mi vejez. 
 
 Los contactos de don Clodomiro eran increíbles.  Entraba en la oficina de Honeguer  cada vez que se lo proponía y era el padrino de toda una colonia chilena residente en la RDA.  Nunca conocí a Honeguer, pero me llevó a conocer a su todopoderoso Ministro de Hacienda que sería perseguido por todas las naciones del mundo cuando cayó todo el régimen a fines de los años 80’s.
 
 De mis días en Berlín recuerdo algunas cosas que se me grabaron profundamente.  En la segunda visita, me adjuntaron una interprete que era poco más que una muchacha de 20 o 21 años, pero que hablaba un bastante perfecto castellano.  Un día, don Clodomiro e Irma, me invitaron a visitar Berlín Occidental y ella también iba en el auto con nosotros.  Pero, la bajamos unos metros antes de llegar a la primera de las barreras que nosotros cruzamos con más facilidad de lo que yo había imaginado, dada la siniestra fama que tenía la “Muralla de Berlín”, gracias a una especie de placa que mostró don Clodomiro.  Solo tres veces en mi vida he cruzado una barrera en que, en pocos metros, se cambia de mundo, como proclaman todos nuestros sentidos.  Las otras dos fronteras que puedo comparar con el cambio que se experimentaba en esta fueron la de China al territorio libre de Hong Kong y la de Estados Unidos con México en Tijuana.  Lo digo porque, en no más de quince metros, se pasaba desde la ciudad muerta de Berlín Oriental a la animación loca de Berlín Occidental, donde todo era bullicio, bocinazos, comercio deslumbrante, muchedumbres caminando, etc..  Después de varias horas en el lado oeste, regresamos al lado oriente cuando ya caía la noche.  Al día siguiente, cuando nos reencontramos con la intérprete y le hice un comentario sobre lo que había visto el día anterior, ella, mirando al costado para asegurarse de que nadie la oía me dijo “yo habría dado cualquier cosa por acompañarlos”. 
 
 En mi tercera visita a Berlín, que fue la que hice con mi hijo Francisco, nos asistió un intérprete que era un muy silencioso joven pero también de perfecto castellano.  En un momento dado, y suponiendo que provenía de la misma oficina de intérpretes de donde era ella, le pregunté si la conocía.  Me contestó que no, pero en un tono seco y cortante.  Más tarde, cuando íbamos caminando por la calle alejados de quienes nos precedían, apresuradamente se creyó obligado a darme una explicación.  Ella se suicidó en la Habana cuando acompañó a una delegación deportiva.  Se arrojó por la ventana del hotel en donde estaban”.
 
 Otra vez fuimos con Francisco a un concierto en el mítico teatro de la Orquesta Filarmónica.  Era una sala enorme presidida por un gigantesco órgano cuyos tubos cubrían gran parte de la muralla del fondo.  No había butacas, si no que sillas y nos tocó un par bastante próximo al escenario.  Contraviniendo la fama de puntualidad alemana, la función se comenzó a atrasar y el programa contemplaba solo una majestuosa Misa de Shubert.  Cuando ya se oía el rumor de impaciencia del público, entró un grupo presidido por un corpulento militar en cuyo pecho no cabían las medallas que lo adornaban.  El cuchicheo que se produjo nos reveló que se trataba de un personaje muy importante y después supimos que era el Ministro de Defensa de la URSS, con rango de mariscal.  No pude menos que rescatar lo curioso que era una misa de Shubert atrasada para esperar a un mariscal de campo comunista.
 
 El segundo gran espectáculo que vimos en Berlín en esa ocasión fue una versión sorprendentemente buena y moderna de “Los Cuentos de Hoffman”  de Offenbach, con artistas excelentes aunque completamente desconocidos para mí.
 
 Con todo este anecdotario de por medio, terminó felizmente nuestra increíble intermediación sobre dos países soberanos para reanudar relaciones.  Me parecía increíble que una modesta oficina de oficina financiera hubiera podido jugar ese papel y solo mucho después se me vino a la cabeza la idea de que pudimos solo haber sido usados por esfuerzos que ambas partes deseaban para romper aislamientos que los afectaban.  Probablemente el grupo de don Clodomiro Almeyda fue parte de ese aprovechamiento, pero no me importó porque la experiencia que nosotros ganamos era invaluable. 
 
 Cuando, algunos días después del anuncio oficial de reanudación de relaciones consulares entre Chile y la RDA, me visitó el general Videla con el que ya habíamos hecho una buena amistad.  Sonriendo me dijo: “¿Sabes lo que me pidió Hernán Felipe?  Me dijo, “ese Sáenz es un tipo increíble.  Pregúntale si puede repetir con la URSS lo que hizo con la RDA”.  Lance una carcajada y le observé: “me gustaría saber qué película se está pasando el canciller.  No le vayas a decir que en toda mi vida he conocido a un solo ruso, porque en mi profesión nunca se dice no se o no se puede.  Hay que darse tiempo para pensar cómo lograrlo”.