Esperando a Bolsonaro

La irrupción de Jair Bolsonaro en el proceso electoral brasileño ha despertado en Chile reacciones políticas a las que ningún sector ha sido ajeno.  Para la izquierda, horrorizada, es inconcebible que alguien que tildan de racista, fascista e incompatible con un sistema democrático llegue a presidir el país más grande y poderoso de toda la región.  Para el sector central moderado, es la exagerada y casi histérica reacción a un insostenible estado de corrupción y desprestigio institucional en que cayó ese gran país.  Para la derecha, es la sorprendente y auspiciosa consecuencia del desastre al que el socialismo arrastró al Brasil.

 

Así pues, ningún político del país ha dejado de reaccionar ante el fenómeno que es Bolsonaro y todos lo han hecho por muy diversos y antagónicos motivos, pero todos, sin excepciones perceptibles, comparten entusiastamente la tarea de regar todos los días el terreno del que ha de brotar, en un día no lejano, el Bolsonaro chileno, con la oscura conciencia de que entre más demore más parecido será a su modelo brasileño.

 

Esta predicción, que a la gran mayoría le parecerá hoy exagerada e inverosímil, está lamentablemente respaldada por una lógica tan rigurosa como inexorable, consecuencia de dos premisas certificadas por una milenaria experiencia histórica: 

 

a) todo sistema de gobierno es reemplazado si deja de funcionar (entendiendo por ello el volverse incapaz de solucionar los más básicos problemas de la población)

 

b) el sistema de democracia representativa que existe en Chile ahonda día a día sus malfunciones que lo inhabilitan progresivamente.

 

Para demostrar la validez de la primera de estas dos premisas basta con echar mano de un buen libro de historia universal.  Al leerlo, comprobaremos que todos los cambios de sistemas de gobierno ocurridos en medias docenas de milenios, siempre han sido fruto del colapso de un régimen de gobierno antecesor, ya sea por agresión externa o por una implosión interna impuesta o consensuada.  No existe un solo precedente que pueda ser invocado como excepción.

 

En cuanto a la segunda premisa, sobran los ejemplos de las alteraciones que están conduciendo a la creciente inhabilidad del sistema democrático chileno a la hora de enfrentar necesidades públicas por las que la sociedad clama en cada consulta que se le hace.  Vale la pena mencionar algunas de estas crecientes anomalías.  En primer lugar, los poderes estructurales del régimen demuestran diariamente la tergiversación de sus obligaciones y multiplican los conflictos de competencia con los otros poderes del estado.  El poder judicial se ha convertido en campo de batalla político y en arma para la lucha partidista. La consecuencia de su conversión en actor de la política contingente inhibe seriamente su natural función de impartir justicia imparcialmente y, por eso, se ha vuelto completamente ineficaz para combatir la delincuencia.  Su más notable malversación es la de haberse convertido en instrumento para trasformar en caza de brujas el supuesto castigo a las violaciones de derechos humanos cometidos por un régimen que dejó de existir hace casi tres décadas. Para ello, ha incurrido en aberrantes y contradictorias suposiciones como la del secuestro permanente y el desconocimiento del principio de la obediencia de vida en las Fuerzas Armadas.

 

El poder legislativo, por su parte y como otros parlamentos del mundo, ha sido inutilizado por el extremo fraccionamiento político fruto de la suerte de democracia directa creada por la velocísima comunicación digital que no solo ha multiplicado los partidos y movimientos políticos, sino que ha fraccionado a las grandes corrientes de opinión con la consecuencia de convertir los cuerpos colegiados en cacofónicos coros sin lógica ni racionabilidad.  La democracia liberal no está diseñada para funcionar con parlamentos en que toda legislación seria es imposible.  Y ni siquiera es cuestión de gobierno y oposición si no que ya se hizo presente en regímenes con supuestas mayorías parlamentarias.  No es posible gobernar eficazmente con un poder legislativo completamente carente de coherencia y que solo se pone de acuerdo para obstruir y nunca para legislar con seriedad. 

 

En cuanto al poder ejecutivo – además de sufrir la esterilización de sus posibles buenas intenciones por la mal función de los otros poderes del estado – ha renunciado a buena parte de la gobernabilidad por la aceptación tácita, pero total y transversal, de que toda represión es antidemocrática y que el derecho de manifestación es sagrado y sin restricciones, de modo que justifica el atropello de todos los derechos ciudadanos.  Esta fatal aceptación produce el efecto de incapacitar al estado en materias tan fundamentales como el control de la delincuencia y el terrorismo y en la mantención del orden público y la imposición del irrestricto respeto a las leyes…  a todas las leyes .  Los reiterados daños a la propiedad pública y privada, las tomas y destrucción de colegios y escuelas, las paralizaciones de servicios básicos, la delincuencia desatada y la constante alteración de la paz y el orden ciudadano son la consecuencia de no aceptar que existe la represión legítima y democrática y que es herramienta imprescindible para que el estado ejerza su más elemental deber, cual es garantizar el respeto de la legalidad.

 

Si a estas malfunciones de los tres poderes fundamentales del estado le agregamos la aberrante trasformación de la Contraloría General de la República y del Tribunal Constitucional en actores políticos de diaria apelación, entenderemos fácilmente cómo y por qué la joven nueva democracia chilena camina hacia su tumba…  a menos que aparezca pronto el Bolsonaro chileno, entendiendo por tal al ciudadano que por fin golpee la mesa y exija que una amplia mayoría ciudadana le entregue poderes extraordinarios para ordenar la casa y volver a colocar sobre sus rieles naturales el tren de la verdadera y libertaria democracia.

 

Afortunadamente, todos los políticos chilenos están preparando el terreno a marchas forzadas, y entendemos por ello la consolidación de las condiciones que precipitarían en nuestro país lo que ya ha ocurrido en otras partes.  En Brasil, por ejemplo.

 

Por de pronto, ya se olfatea en el aire que la mayoría sensata que aún existe en Chile está en alerta… esperando a Bolsonaro.

 

Orlando Sáenz