El baño de agua regia

El agua regia es una exacta mezcla de poderosos ácidos que tiene la singular capacidad de disolver el oro y otros metales nobles de modo que sirve para detectarlos y recuperarlos.  Las grandes crisis son como el agua regia para los seres humanos y las instituciones, porque sacan a la luz lo mejor y lo peor de ellos y porque su forma de enfrentarlas revela a todos la verdad de lo que son y de lo que valen.

 

Esta reflexión es la que hay que hacerse para enfrentar el antes y el después que producirá la crisis venezolana cualquiera que sea su desenlace. Cierto es que ese desenlace está lleno de incertidumbres en su forma y en su calendario, pero también es posible especular sobre algunas certidumbres.  La primera de ellas es que la forma en que la comunidad internacional enfrente en el futuro las crisis como la venezolana nunca volverá a ser tan pasiva como en el pasado.  Ese perceptible cambio de actitud internacional, sin duda gatillado por los groseros y grotescos extremos a que ha llegado el régimen de Maduro, tiene más motivaciones de autoprotección que de noble compasión por el sufrimiento de un pueblo.  Es que los países democráticos desarrollados o en vía de desarrollo y dotados de regímenes libertarios estables, ya han comprendido que no pueden mantenerse expuestos a inmigraciones masivas provenientes de países en que porcentajes significativos de su población huyen de tiranías opresivas o de condiciones de vida miserables producto de gobiernos económicamente desastrosos.  Esa toma de conciencia ha conducido, como no podía dejar de ocurrir, a la necesidad de estructurar un sistema colectivo de intervención eficaz en los países que están produciendo esos efectos.  En el caso venezolano, esa intervención se ha estructurado con varios elementos coordinados: desligitimizacion del régimen allí existente, reconocimiento de un gobierno alternativo, bloqueo económico selectivo pero extremo.  En el futuro esos compuestos podrán variar de integrantes y de la forma de ellos, pero es seguro que los veremos estructurarse para enfrentar situaciones como las de Venezuela, Cuba y otras economías fallidas de la región.

 

Otra certeza ya analizable es la devaluación que la crisis venezolana le ha provocado a los movimientos populistas, rupturistas y marxistas que están activos en las democracias liberales, especialmente en los de nuestro continente.  La catástrofe que le ha provocado a Venezuela el régimen de Maduro ha espantado de tal modo a los sectores medios y emergentes de nuestras naciones que es de esperar efectos electorales severos para todos los esos movimientos en el futuro próximo.  Para peor, algunos de esos movimientos – como el PC y el Frente Amplio chilenos – habían logrado cierto éxito en apoderarse de causas muy socialmente sensibles, como las de la corrupción y del castigo a las violaciones de derechos humanos perpetradas por militares.  La posibilidad de empuñar esas banderas tras apoyar a Maduro se verá doblemente afectada puesto que requeriría la exhibición de un doble estándar verdaderamente impresentable.

 

Por otra parte, la crisis venezolana será la prueba del agua regia para la verdadera vocación democrática de los actores políticos en cada una de nuestras naciones.  Cuesta tanto calificar como democrático al régimen de Maduro que, el continuar apoyándolo será signo seguro de adhesión a un concepto de democracia en que en verdad caben hasta las más extremas tiranías, y eso también estará presente en la mente de todos nuestros ciudadanos a la hora de concurrir de nuevo a las urnas electorales.

 

Como la prueba de agua regia inducida por la crisis venezolana ha sido tan astringente, ha revelado el oro y la escoria a nivel de las personas y de las instituciones.  La súbita emergencia de liderazgos como el de Iván Duque, Jair Bolzonaro, Mike Pence, la OEA, el grupo de Lima y principalmente la de Juan Guaidó, es consecuencia más o menos directa de lo que ha ocurrido en Venezuela.  Para todos ellos, esa crisis ha sido un pedestal de muy prolongable proyección, así como ha sido un foso para el prestigio de la ONU y de su Alto Comisionato para los Derechos Humanos. 

 

La ruda prueba sufrida merece cuidadoso análisis en tres casos especiales: el de Michelle Bachelet, el de Andrés Manuel López Obrador y el de Cuba.  Para aquella, el efecto ha sido devastador porque ha destrozado la confianza en su objetividad y en su determinación, atributos esenciales del cargo que ocupa.  Seguramente ella nunca pensó que la crisis de Maduro tendría los extremos y la velocidad que alcanzó, lo que no le dio tiempo para hacer lo que siempre ha hecho en situaciones que podrían exponer sus dogmatismos, o sea esconderse tras asambleas, comisiones, asesorías o mesas de dialogo en que la dilución y la ineficiencia están garantizadas. 

 

En el caso del nuevo Presidente de México, la importancia de su país y su fama de líder enérgico le dieron hasta la oportunidad de salvar al régimen de Maduro con una intervención personal decidida y oportuna.  En vez de eso – y como el favorito que se queda en el partidor en el Derby – prefirió mirar para el lado escudado en una supuesta tradición de no intervención internacional que no existe.  ¿Pero no se acuerda AMLO de que su país rompió relaciones con Chile cuando Pinochet y cuando ya habían reconocido su régimen casi todos los otros países de la región?  Para gobernar un país tan complicado como México se necesitan pantalones que ciertamente no mostró en esta coyuntura y lo ha dejado internacionalmente ausente cuando más necesita solidaridad y una especie de Muralla China se le está construyendo en su enorme frontera norte. 

 

El caso cubano es todavía más dramático.  Un derrumbe del chavismo lo expone a revelaciones de intervención y despojo que extremarán su aislamiento internacional económico y político.  Su reciente pantomima plebiscitaria exponen a su régimen a un desconocimiento de la legitimidad y a un notable endurecimiento de su bloqueo económico.  Cualquiera de los desenlaces posibles de la crisis venezolana empeorará su propia situación y tal vez el peor sea la de una larga agonía sostenida únicamente por sus sicarios.  Si Maduro y sus cómplices terminan exigiéndole un asilo territorial que no podría negarles, se convertiría en un diario emisor de insultos, bravatas y posturas tanto más estúpidas y grotescas como las que ya han extremado la vergüenza ajena.

 

No obstante todo lo anterior, todavía queda un factor impredecible en la crisis venezolana y se llama Donald Trump.  Enfrentado a una muy delicada situación interna, no tiene mas programa estable que el de asegurar su reelección en dos años más.  Con muchas razones para temer una votación latina muy desfavorable, el enfurecido rechazo a Maduro de la abrumadora mayoría de ese electorado le ofrece la posibilidad de reconquistarla si se demuestra factor decisivo en la caída del dictador chavista.  Eso, sumado a su inmensa osadía y a su carácter explosivo e impredecible y con un tremendo poder a su disposición, hace posible cualquier alternativa extrema.  Todo lo que se puede asegurar a estas alturas es que un final violento y rápido de Maduro favorecería políticamente a Trump, mientras que uno lento e incruento convertiría al Vicepresidente Mike Pence en el gran favorecido dada su serena, férrea y prudente coordinación con las cancillerías latinoamericanas.

 

Estas reflexiones tornan válido el símil entre el efecto de la crisis venezolana con un baño de agua regia entre una serie de elementos metálicos.  Como éste, ha dejado al descubierto el oro y la escoria en toda nuestra región y todavía puede revelar el más precioso de todos, como sería la voluntad de participar comprometidamente en la reconstrucción de aquellos países en que se intervenga para eliminar a los Maduros.  El de ahora solo terminará de aparecer cuando la querida Venezuela sea de nuevo libre y de nuevo próspera, que es lo que hoy nos preocupa a todos.