De las causas y efectos

“Razón de Estado” es una expresión que se usa para explicar justificativamente una acción incorrecta o definitivamente perversa que perpetra un estado invocando intereses superiores a los particulares.  La expresión de alguna manera apunta al concepto de que los estados tienen una ética distinta a la de los individuos y que ese código moral aprueba, en determinadas circunstancias, acciones abominables para sus súbditos pero que apuntan al bien común.

 

La historia está llena de tragedias, injusticias y crímenes horribles amparados por la razón de estado.  Cristo fue sacrificado porque su mensaje incomodaba al estado sacerdotal de Judea y hasta al Imperio Romano.  Juana de Arco, Juan Hus y Savoranola fueron quemados vivos por razones de estado y María Stuardo y Tomas Moro fueron decapitados por lo mismo.  La gran mayoría de los matrimonios dinásticos, sin amor ni siquiera conocimiento, tuvieron por pegamento la razón de estado y la casi totalidad de las guerras que han afligido a la humanidad se justificaron invocándola.  Hasta nuestra modesta historia patria ha sido modelada, en parte significativa, por esa razón de estado, puesto que Manuel Rodríguez y los hermanos Carrera murieron por su causa.

 

Demostrada la omnipresente razón de estado como factor relevante de la historia universal, se impone la pregunta ¿existe realmente una ética estatal distinta de la humana y tan legítima como ella?  Para quienes encontramos en el humanismo cristiano el norte de nuestras vidas la respuesta es tajantemente que no hay más ética que la que reconoce la conciencia individual, que lo que es perverso para el ser humano también lo es para el estado y que, en ese plano, “el hombre es la medida de todas las cosas.  Es esa terminante posición la que nos veda, perentoriamente, los caminos políticos compartidos con los discípulos de Marx que justifican con la razón de estado los horrorosos genocidios de Mao y de Stalin y las destrucciones nacionales de Maduro y Ortega, para solo mencionar algunas de las tragedias que han afectado a otros varios pueblos de la tierra caídos bajo regímenes inspirados en esa filosofía.

 

Pero, en todo caso, es necesario reconocer que nuestro rotundo “no” a la razón de estado como justificante de actos de gobierno que rechaza la conciencia individual, es una cuestión de ideología y, por tanto, tan controvertible como el fanatismo marxista.  No valdría más que éste si no fuera porque el devenir histórico la condena como tal.  Nunca un crimen de estado ha conducido al triunfo de la causa que se invocó para perpetrarlo.  Cristo sobrevivió como determinante histórico tanto al estado de Judea como al propio Imperio Romano.  La muerte de Juana de Arco determinó el ímpetu que terminó expulsando a los ingleses del continente europeo.  La ejecución de María Stuardo no evitó el fin de los Tudor y el reinado de los Stuardo en Inglaterra.  Y así podríamos repasar todos los casos invocados. 

 

A estas alturas, más de algún lector podría estar pensando en si toda esta disquisición histórica tiene algo que ver o incidir en el presente de Chile, que es el objeto de estos comentarios.  Para demostrarle la pertinencia, conviene repasar dos situaciones de enorme importancia en el futuro inmediato de nuestro país y que han sido generadas en infracciones escogidas como males menores por razones de estado.

 

La primera de ellas es el caso Caval.  A poco de iniciado el segundo gobierno de la Señora Bachelet, trascendió que el principal banco del país había financiado una operación especulativa de terrenos que posibilitaba una enorme utilidad para una empresa directamente vinculada a la mandataria.  La operación, absolutamente anómala en la práctica bancaria, había sido gestionada al nivel de la más alta autoridad de la institución.  De inmediato se extendió la convicción de que tal financiamiento había sido obtenido utilizando, directa o indirectamente, el peso del más alto cargo público de la nación.   Tal impresión la consolido en la conciencia nacional la actitud inerte de la propia mandataria, que nada hizo para desvirtuarla, lo que fue repudiado por sus propios mentores políticos de gobierno.  Se trataba, sin ningún género de dudas, de un tráfico de influencias al máximo nivel.

 

La justicia, obligada a actuar, eludió sistemáticamente la investigación del problema central que era exigir la total y trasparente exposición de las razones que habían factibilizado la operación de enriquecimiento especulativo.  En lugar de ello, durante años escenificó procedimientos desviados hacia aspectos completamente laterales, como las anomalías supuestamente cometidas por un síndico de quiebras, o la entrega de informes copiados de Internet para revestir de seriedad algunas operaciones lejanamente vinculadas al problema central.  Al hacer todo esto, la justicia tomó el camino de la razón de estado, para eludir la crisis política que seguramente derivaría de la obviamente necesaria comparecencia de la Presidenta de la República.  Su actitud en el caso Caval contrastó grotescamente con causas que involucraron incluso a parlamentarios en que se invocaban cifras y circunstancias insignificantes en comparación con el caso a que aludimos.  El caso Caval se convirtió así en el eje del desprestigio institucional que aflige y seguirá afligiendo a la democracia chilena.

 

Otro asunto en que la razón de estado puede afectar significativamente la historia futura de Chile es la crisis de la Iglesia Católica.  En muchos países del mundo se ha desencadenado una tormenta producto de denuncias de abusos sexuales perpetrados por sacerdotes, y Chile ha sido prominente en ello.  Esas denuncias han derivado, por regla general, en imputaciones de encubrimiento y hasta complicidad en que habrían incurrido los obispos en cuyas sedes se concentraron esos delitos.  Es inverosímil suponer que todos los obispos reaccionaron por igual ante las denuncias y todos optaron por el encubrimiento y la elusión de la justicia civil.  La sospecha de que cumplieron instrucciones generales a ese respecto es inevitable y, por tanto, los castigos y destituciones de esos prelados serían solo una forma de, por razones de estado, ocultar lo que fue una política general del Vaticano.  Ocurre que, si el castigo a los obispos es solo la reedición del “chivo expiatorio”, la crisis en la Iglesia se puede trasformar en un verdadero derrumbe.  Ello solo ratificaría lo peligroso que es jugar con la razón de estado.

 

Ahora bien, la palabra “razón” también alude a la capacidad humana de razonar, cuya ley fundamental es el principio de que todo efecto tiene una causa y que toda causa genera un efecto.  Este enunciado, que parece obvio, también conduce a la pregunta de si los estados funcionan con una lógica distinta de la individual.  La duda surge cuando se les ve, diariamente, haciendo cosas completamente ilógicas al nivel humano.  En Chile, por ejemplo, el estado funciona con instituciones que jamás dejan de inventar diariamente nuevos gastos y nuevas obligaciones, cuando, por otra parte, reconocen continuamente que carecen de recursos y de capacidad de gestión para atender a lo que ya tienen entre manos.  Este es un proceder ilógico, así como es un ejemplo de las muchísimas iniciativas del tipo que siempre están siendo promovidas.  Como no creemos que haya una lógica de estado distinta de la Aristotélica, vamos a contradecirnos proponiendo un pequeñísimo gasto adicional en la forma de un letrero que, colocado en la Moneda, el Congreso, la Corte Suprema y un par más de instituciones, recuerde que “todo efecto tiene una causa y toda causa genera un efecto”. 

 

Orlando Sáenz