Hoy está bastante de moda lanzar fechas precisas para señalar el punto en que “se jodió” Chile y, por supuesto, no hay acuerdo sobre eso porque nunca lo hay para un
fenómeno tan complejo como este. Lo más que se ha logrado es consignar que el despeñadero comenzó con el gobierno primero de Michelle Bachelet, cosa en que estoy completamente de
acuerdo. Yo me propongo aquí una tarea solo un poco menos compleja, como es la de señalar cuando “se jodió” la Democracia Cristiana. No es un propósito subalterno, porque ese partido
marcó el devenir político chileno por largas décadas, entre aproximadamente 1950 y 2010, o sea más de medio siglo.
Por cierto que este también es un fenómeno en que no puede existir una fecha fija que marque el inicio del declive. Pero sí que se puede señalar causas más
puntuales y acotadas y causas muy de fondo, que son a las que dirijo principalmente mi atención.
Entre las causas mediatas y ostensibles, son varias las que se pueden señalar. La transformación del partido en una especie de agencia de empleos de
clientelismo político, que terminó en la imposibilidad de estar alejados del gobierno de turno, hasta la incapacidad para renovar lo que fue “su generación dorada”, aludiendo con ese título
futbolero a la pléyade de grandes políticos que se agruparon en torno a los Frei y a los Aylwin. Los nombres para aludir a ese selecto grupo en verdad que sobran: Leyton, Carmona,
Boeninger, Zaldívar, Hamilton, Orrego y varios más.
Sin embargo, a mí me interesan las razones profundas y de largo alcance. Y en esa búsqueda hay dos que sobresalen: el desdibujamiento doctrinal y lo que se
puede llamar “el complejo de Electra”. Por supuesto que esos títulos merecen y necesitan una amplia explicación.
Los partidos demócratas cristianos, entre los que el de Chile llegó a ser uno de los más poderosos (junto al de Italia y Alemania), nacieron a impulsos de la
doctrina social de la Iglesia principalmente contenida en las encíclicas “Rerum Novarum”, (de León XIII), “Cuadragésimo Anno” (de Pio XI), “Mater Et Magistra” (Juan XXIII) y
“Centesimus Annus” (Juan Pablo II), la que filósofos tales como Jacques Maritain convirtieron en un sólido cuerpo doctrinal. Pero el poder corrompe y la DC chilena, a medida que se
convertía en una poderosa máquina electoral, se fue llenando de oportunistas en busca de buenos puestos a costa del estado y que de esos antecedentes doctrinales no se enteraron más que de oídas,
al punto que hoy hay algunos que son indistinguibles de los propios marxistas. A eso se sumó la profunda crisis de la Iglesia a partir de su cumbre bajo Juan Pablo II, la que hoy la ha
hecho apartarse de toda relevancia política y ser más una carga popular que un escudo de prestigio. A medida que la base doctrinal se fue obscureciendo, la base de la DC, más preocupada de
las afinidades en las sensibilidades sociales que de las profundas diferencias doctrinales, fue perdiendo la frontera insalvable que debería tener con el marxismo organizado y se entregó a
alianzas electoreras contra natura que profundizaron su rápido desgarramiento interno y su pérdida de relevancia política.
Más interpretación y explicación requiere mi alusión al complejo de Electra. En la tragedia griega, Electra es una hija de Agamenón y de Clitemnestra que hace
de la venganza contra su madre por su complicidad en el asesinato de su padre el objeto de su vida. Ello, hasta tal punto, que en la genial opera en que Richard Strauss convirtió la
tragedia de Eurípides, Electra muere porque su corazón no resiste la fatiga de su danza enloquecida de alegría cuando conoce la noticia de que su hermano Orestes asesinó a Clitemnestra.
Como ella, la DC nació del Partido Conservador y se ha pasado su vida obsesionada con la idea de estar condenada a parecerse a su madre. Toda su acción política se ha basado en el
principio de que hay que estar siempre en la otra vereda de los partidos que llaman de derecha, porque no hay nada que los aterre más que ser individualizados con su cuna. Esta verdadera
obsesión le ha impedido a la DC darse cuenta de que el abismo político que por un par de siglos ha separado tradicional y universalmente a los partidos entre “derechas” e “izquierdas”, siempre
referidos a su sensibilidad social, se ha trasformado en un abismo entre partidarios de dos modelos de sociedad radicalmente opuestos en su base cosmogónica y doctrinal. Esa ceguera
conceptual ha sido extrema en la DC y ha terminado por desgarrarla entre quienes conservan algunas nociones básicas de ese abismo doctrinal y quienes no ven mayores diferencias con las posiciones
marxistas leninistas.
El desgarramiento que ha sorprendido a la DC justo encima de la verdadera falla teutónica que separa a las doctrinas cristianas de las doctrinas marxistas, ha
terminado por desdibujar de tal manera a la otrora poderosa DC que esta parece condenada a dirigirse a su extinción. También ocurre algo parecido con la Iglesia, con la diferencia de que
ésta ha sufrido crisis hasta mayores que la actual (la del Císter, la de la Reforma) y se ha sobrepuesto a ellas tal vez porque efectivamente ha acudido el Espíritu Santo al salvataje. Pero
parece que esa cobertura no alcanza a las creaciones políticas como las DC del mundo. Es por eso que la Iglesia puede esperar a un nuevo San Ignacio de Loyola mientras que la DC chilena no
parece poder esperar a un nuevo Eduardo Frei Montalva.
Orlando Sáenz R.