Los límites de la democracia

Una de las páginas brillantes del “Estudio de la Historia”  es aquella en que analiza los desastres políticos y sociales que han derivado de la extrapolación desatinada de sistemas que cautivan la imaginación de la sociedad por haber resuelto exitosamente un determinado problema.  Llevada por ese entusiasmo, la sociedad empieza a aplicar la receta a situaciones que nada tienen que ver con la exitosamente resuelta, y los resultados son consecuencias lamentables.

Para demostrar esa tesis, ese magnífico texto utiliza el sistema de producción en serie que provocó la llamada “Revolución Industrial”, que fue tan exitoso como que convirtió a la Gran Bretaña del siglo XVIII y XIX en la mayor potencia política y económica de su época.  En la imaginación de la sociedad occidental, todo debía producirse en serie, de modo que el concepto se aplicó a cualquier  tipo de situaciones que poco o nada tenían que ver con la producción industrial de ciertos bienes materiales.  El fenómeno incluso alcanzó al lenguaje, fundándose conceptos tales como “talleres literarios”, “viviendas sociales”, “planificación familiar”, etc.  La extrapolación, llevada a sus extremos, llegó a producir monstruosidades como la fabricación de futuros ciudadanos y soldados con que el nacismo pretendió poblar el Reich del Milenio conque dominaría al mundo.

Hoy estamos viviendo la época de extrapolación, “sin ton ni son”, del concepto de democracia.  La democracia, como sistema de gobierno, se inventó en la Atenas del siglo V AC y consistió, como todo sistema de gobierno, en definir esencialmente donde residía la soberanía y cómo se administraba.  Del concepto monárquico de que la soberanía residía en un soberano omnipotente que la administraba a través de funcionarios de su estricta confianza, se pasó a un sistema en que se supone que la soberanía reside igualitariamente en el conjunto de los ciudadanos, quienes la administran a través de magistrados temporales y designados.  Como se puede apreciar, la hipótesis básica es la igualdad de derechos civiles entre los ciudadanos que componen  la nacionalidad.  El sistema democrático ha llegado a ser tan prestigioso que, obnubilado por él éxito que significó el descubrimiento del mejor sistema de gobierno que se conoce, la sociedad se ha dedicado a embutirlo en todo tipo de organizaciones sin parar mientes en que nada tienen que ver con el gobierno de una nación.  La hipótesis de igualdad se trata de aplicar en todas las actividades humanas, sin reparar en que existen innumerables tipos de organizaciones en que no cabe el célebre concepto.  La familia no es una organización “democratizable”, como no lo es una empresa, un convento, un regimiento o una compañía teatral.  Y ello por razones obvias: solo somos todos iguales cuando se trata de derechos políticos, pero nos tenemos que resignar a que todos somos distintos a la hora de nuestros talentos, nuestras aficiones, nuestra vida personal y nuestros volúmenes culturales.  En todos esos conceptos nos negamos a aceptar el sistema democrático que, muchas veces, las estructuras políticas nos tratan de embutir.

Como la realidad más poderosa es que todos somos distintos, se hace necesario comenzar a adaptar el propio sistema de gobierno democrático a esa realidad, tratando, a lo menos, de que la corrección mejore la delegación de la soberanía que depende esencialmente del nivel cultural del cuerpo elector.  Ya no es posible seguir presumiendo que basta un límite de edad para adjudicar la igualdad ciudadana a la hora de designar magistrados y que es necesario sustituirlo por un nivel cultural.  Es evidente, en el caso concreto de Chile, que no podemos seguir con un cuerpo electoral que produce parlamentos de la calidad de los últimos que hemos tenido y, que ha colmado su deficiencia, con la elección de la risible Asamblea Constitucional  que ha completado su supuesto destino con un fracaso rotundo. 

A ese respecto, se hace necesario cambiar el criterio de otorgamiento del derecho a voto y adoptar un nivel mínimo educacional en lugar del criterio de edad que hoy no  significa nada.  Me atrevo a sugerir la idea de que la plena ciudadanía se obtenga con la licencia de educación secundaria, para lo que espero que el país esté preparado puesto que lleva muchos decenios procurando que la educación hasta ese nivel sea accesible absolutamente para todos y sin excepciones.  Estoy seguro de que la simple aplicación de esta modificación, produciría efectos concluyentes en la calidad de los cuerpos colegiados en que se basa el gobierno del país. 

Otro aspecto curioso de la cuestión en estos tiempos es que existen grupos políticos que, mientras pregonan la “democratización” de todo tipo de entidades en que el concepto es inaplicable o dañino, trabajan sin pausa en la destrucción de la democracia a nivel de gobierno.  Sobresalen en esto los partidos y movimientos de orientación marxista, que son programáticamente enemigos de la democracia burguesa y libertaria.  En cambio, son violentos partidarios de aplicar el sistema democrático en todas las organizaciones sociales de base.  Cabe preguntarse a qué obedece esa dualidad marxista tan acusada. 

Basta, para ello, leer el “manifiesto del Partido Comunista” para apreciar que es la única organización política que se ha dado cuenta cabal de que las asambleas son muy fáciles de manejar y para ello basta un bien entrenado grupo de activistas.  De esa manera, el partido ha aprendido a democratizar la base para personalizar el poder y, lo hace tan bien que le puso el nombre de soviético al régimen que por setenta años controló en Rusia: en la base, soviets (o sea, asambleas) y en la cúspide, autocracia.  Este sistema es exitoso porque se basa en un fenómeno sociológico comprobado que es el que lo seres humanos cambiamos de comportamiento cuando pasamos de individuos a masa.  Me comprometo a tratar este tema de la transformación con mayor profundidad en alguna futura reflexión, pero entretanto recomiendo la lectura de un libro extraordinario al respecto como es “Masa y Poder” de Elías Canetti.

Por todo lo señalado, conviene que no nos dejemos engañar.  La democracia es, nada menos y nada más, que un buen sistema de gobierno, tal vez el mejor que existe, pero no es más que eso y para nada significa que todos seamos iguales en el resto de nuestras dimensiones humanas.  Yo, al menos, no acepto que se me convierta y se me trate como masa y les aseguro a mis compatriotas que otro gallo nos cantaría si todos asumiéramos esa verdad.

Orlando Sáenz