El libro más caro del mundo

Hasta hace poco tiempo, yo creía que el libro más caro del mundo era, tal vez, alguno de los escasísimos ejemplares de la Biblia de Gutenberg (quedan solo 4 ejemplares en pergamino y completos, de los que fueron producidos hacia 1454), pero ahora he asumido, con asombro, que mi querido Chile ha batido ese record con la edición de otro nuevo libro más caro del mundo.  Porque no otra cosa es el librito de propuesta constitucional que nos ha costado muchos miles de millones de pesos.  Que un país pobre y pequeño como el nuestro se de ese lujo cuando sufre una aguda crisis fiscal, es una buena prueba de lo desquiciada que se ha vuelto nuestra querida patria.  


Y lo peor del caso es que el libro es malísimo, pese haber insumido el trabajo de cientos de personas entre convencionales, asesores, consejeros y difundidores durante varios meses y todos muy bien pagados.  Como si ese gasto fuera poco, ahora el Estado, con cargo al bolsillo de todos, ha hecho una edición de millones de ejemplares que tienen grandes probabilidades de convertirse, cuando más, en combustible para chimeneas o tiendas de curiosidades.


En verdad da coraje ver como un país pobre y pequeño como el nuestro dilapida sus recursos de una manera tan lamentable.  Porque un simple pensamiento racional bastaba para pronosticar que la absurda forma elegida para producir un proyecto constitucional eficiente tenía necesariamente que terminar en una payasada como la que ahora tenemos entre  manos.   Redactar una constitución en una asamblea elegida por un cuerpo electoral de tan baja calidad como para producir una cámara de diputados como la última, abundante en “florcitas motudas”, o mandar a la Moneda a un fulano como Gabriel Boric, no podía terminar en otra cosa que en una jaula de las locas con un producto verdaderamente lamentable en que lo único sobresaliente es la longitud ¿Cuántas viviendas pudieron haberse construido con los recursos que insumió la famosa Asamblea Constituyente?


El grotesco incidente de la propuesta constitucional sobre la que tenemos que pronunciarnos el próximo 4 de septiembre invita a meditar sobre la suerte de países como el nuestro que no logran una continuidad de gobiernos responsables y constructivos.  No tiene nada de raro que seamos un pobre remedo de los países que en serio buscan progresar racionalmente.  En la parte norte de nuestra América tenemos el ejemplo de lo que se puede lograr con solo tener gobiernos con sentido común y ni siquiera somos capaces de adaptar sus métodos a nuestra tambaleante idiosincrasia.  Lo que la gran mayoría de nuestros gobiernos si hacen bien, es restarle recursos a su pueblo para dilapidaciones tan absurdas como la que acabamos de ver en nuestro suelo.  Esos gobiernos, como el actual, todavía tienen la desvergüenza de exigir más recursos y persiguen la evasión tributaria sin siquiera comprender la ira con que pagamos impuestos para ver como los utilizan  acomodando, con cargo al estado,  a sus desvergonzadas clientelas políticas.  Hasta ahora, parece que no hemos encontrado un solo gobierno que piense que a mayor recaudación deberían corresponder mayores beneficios sociales y no el crecimiento inorgánico de una administración tan enorme como onerosa y deficiente.  


He comprobado que la mayoría de mis conciudadanos no entiende bien lo que son los impuestos y, simplemente, los ven desde la romántica perspectiva de que su efecto es quitarle algo a los ricos para beneficiar a los más pobres.  Pero no se dan cuenta que, en última instancia, el efecto de los impuestos es trasladar recursos desde el sector privado al público y que el buen calculo sería apreciar cuál de los dos sectores es más eficiente inversionista.  Si se tomara ese padrón como el más adecuado, los impuestos altos deberían concentrarse en las grandes rentas personales pero deberían aliviarse para aquellos ingresos que el sector privado destinaría al desarrollo de empresas que producen buenos empleos y bien remunerados.  Bastaría examinar el resultado de las empresas que crea y administra al estado, para comprobar  lo malo que es como inversionista.  Por algo, los países más ricos del mundo nunca son grandes estados – empresarios, y ello porque saben que para el progreso general, es mucho mejor dejar que sea el sector privado el que invierte con mejor provecho.


El triste episodio de la Convención Constitucional va a pasar a la historia como una lección imborrable de que es absurdo confiar tareas complejas a cuerpos colegiados sin ninguna preparación, y sin siquiera comprender la naturaleza y dificultades de la tarea que se les pretende confiar.  El que un gobierno como el actual no comprenda algo tan simple como lo señalado, no nos puede sorprender porque él mismo es una incongruencia a la hora de cotejarlo con el mínimo nivel cultural que se requiere para una buena administración de la soberanía popular.  Lo que resulta incomprensible es que haya sido un gobierno tan aparentemente educado como el de Sebastián Piñera el que lanzó a la calle un proceso constitucional que nunca tuvo pies ni cabeza.


Todos fácilmente comprendemos que un prado sembrado de margaritas no sirve para pastoreo de podencos, pero deberíamos tener eso presente cuando, como ciudadanos consientes, elegimos a nuestras autoridades.  Como tarea inmediata, recomiendo que nos pongamos a pensar cual uso podemos darle al libro más caro del mundo que acabamos de adquirir.


Orlando Sáenz