Detrás del telón

El asilo otorgado a uno de los asesinos de Jaime Guzmán en Francia, suscita candentes temas en que lo de menos es la suerte final de ese miserable.  Tal vez lo mejor para Chile sea que ocupe el resto de su vida destilando su pestilencia lejos de nuestras fronteras.  Pero el asunto plantea varios temas que es necesario airear porque atañen directamente al destino de la democracia chilena.  Ellos son.

 

--¿Refleja la decisión francesa un juicio internacional negativo sobre la administración de justicia en Chile? ¿Se justifica un juicio negativo, si es que existe?.

 

--¿Quiénes y por qué se protege, nacional e internacionalmente, a los asesinos de Jaime Guzmán?¿Por qué es tan importante que no vuelvan a Chile a responder de su crimen ante la justicia?.

 

--¿Por qué mataron a Jaime Guzmán?

 

Parecen preguntas muy difíciles de responder certeramente, pero no lo son tanto si se comienza por aclarar las razones del magnicidio.  La creencia general y popular es que al joven y esclarecido senador lo mató un pequeño conjunto de fanáticos por venganza y por odio.  Esa interpretación popular – que es la que cuidadosamente se ha cultivado – es falsa, es ingenua y solo sirve para falsificar la historia.

 

Los que planearon y ejecutaron la muerte de Jaime Guzmán nunca se dan el lujo de matar por el gusto de una venganza o arrastrados por el odio.  El crimen no tuvo por objeto ajustar cuentas del pasado, si no que producir acontecimientos políticos a partir de ese momento.  Se hizo para provocar, no para pasar factura.    

 

La izquierda revolucionaria que existía entonces en Chile no quería ni le convenía una transición pacífica como era la que construía el gobierno de Patricio Aylwin.  Su tesis era la de resistencia armada a la dictadura militar que, finalmente, derivara en una revolución.  A sus ojos, la transición propugnada por la Concertación de Partidos por la Democracia significaba el fracaso de su tesis y conduciría a la consolidación de un modelo socio-económico cuyo reemplazo constituía el eje central de sus pretensiones.  Para alterar ese curso, necesitaba un hecho lo suficientemente provocador como para producir un nuevo quiebre institucional que derivara en una resistencia que sería mucho más trasversal que la casi nula que pudieron oponer al golpe militar de 1973.  Y en la búsqueda de ese acto provocador se gestó la muerte del brillante senador.  Que esa reacción hubiera sido posible, lo demuestra el “boinazo” de algunos meses más tarde, en que consta que el General Pinochet recibió advertencias de que parte importante de las Fuerzas Armadas no lo acompañaría en otro golpe de estado.

 

Pero la sensatez y el ánimo de normalidad democrática que ya en ese momento existía, fue lo suficientemente fuerte como para evitar el descarrilamiento del sistema.  Sin embargo, el violentismo de la extrema izquierda todavía subsiste a más de un cuarto de siglo de ese acontecimiento.  El propósito de subvertir el orden democrático se demuestra cada vez que hay algún pretexto para intentarlo, como el conflicto mapuche, como las protestas gremiales o estudiantiles, como cualquier tipo de desorden en que nunca faltan los provocadores enmascarados.   Ciertamente que la democracia chilena tiene enemigos, y no pocos ni indefensos, y si alguien no los ve es porque no quiere verlos.

 

La trama tras la muerte del senador Guzmán, que es necesario evitar que ingrese a la conciencia ciudadana, es la razón de la protección a los prófugos que conocemos.  Sería ingenuo pensar que lo que ocurre con uno en Francia, otro en Argentina y otro en México es una simple casualidad.  Poderosas fuerzas, aquí y en el extranjero, lo explican así como el peligro de que, si regresan a Chile, pudieran generar una investigación seria del magnicidio que comprobaría las circunstancias antedichas.  También sería ingenuo atribuir a la casualidad o a la simple imprudencia las visitas que connotados políticos chilenos han hecho a uno de estos inculpados.  Todas ellas son el reflejo de algún grado de adhesión a la tesis rupturista de que fueron protagonistas.

 

En cuanto a la justicia chilena, hace ya largo rato que es un factor más de la política contingente.  Fue determinante en la deslegitimación del régimen de Allende, fue cómplice de la dictadura de Pinochet cuando cerró los ojos a los crímenes represivos, se ha puesto al servicio de los sectores que han convertido en caza de brujas su supuesto propósito de hacer justicia, le ha asignado fiscales de dedicación exclusiva al Partido Comunista para que se dedique a hundir el prestigio y la confianza de las Fuerzas Armadas en la autoridad civil.  Y, para esto último, ha legitimado tesis jurídicas que habría desechado hasta el Código de Hammurabi, como la del secuestro permanente, la de ignorar el principio de la obediencia debida, la del efecto retroactivo de leyes extranjeras y la calificación de asociación ilícita para las dependencias militares que constituyen la base esencial de su funcionamiento.  ¿Qué tiene entonces de extraño que observadores extranjeros puedan considerar que la justicia chilena no da garantías de ecuanimidad cuando se trata de asuntos con implicaciones políticas?

 

Nada refleja mejor lo antes señalado y, además, la complicidad y poderío de la red de protección de que aun goza el extremismo que la fuga de Palma Salamanca y la impunidad de sus colaboradores directos.  No existe un estado medianamente organizado al que se le pueda “robar” un convicto en la forma que asumió ese rapto, a menos de contar con complicidad, eficiente, dentro y fuera de la cárcel, y en los propios organismos de seguridad.  Habría bastado un fusilero desde tierra o un avión o helicóptero oficial para abatir a los raptores.  Pero no los hubo y ninguno de los implicados enfrentó sus responsabilidades ante la justicia.  El prófugo pudo salir tranquilamente del país y han transcurrido periodos completos de gobiernos y en ninguno ha sobrado el entusiasmo por recuperar la presa escamoteada. ¿Qué tiene de extraño entonces que en Francia, Argentina o México haya quienes creer que más crece su gratitud en Chile reteniéndolos que entregándolos?

 

Todo lo señalado debiera bastar para que los chilenos asumiéramos unas cuantas verdades que no por incomodas dejan de ser tales.  Tenemos un aparato judicial sesgado, politizado y con irrefrenados pujos protagónicos, que no es eficiente, ni es homogéneo, ni es oportuno, ni es confiable.  Con él a cuestas jamás podremos controlar el terrorismo o la delincuencia o la corrupción administrativa.  Por otra parte, el rupturismo de la época de Allende sigue todavía muy poderoso en Chile y ha encontrado expresiones tanto dentro como fuera del sistema político.  Las visitas a Palma Salamanca son el reflejo de esa duplicidad y de sus esfuerzos por coordinarse.  Por eso es que es, otra vez, un poderoso enemigo para el orden democrático chileno.

 

Estas simples reflexiones nos han traído al punto de poder responder certeramente a los interrogantes que inicialmente nos planteamos, y sus respuestas pueden resumirse de la siguiente manera.

 

--Sí, la justicia chilena ha dado razones válidas y suficientes para que observadores extranjeros pongan en duda su capacidad para garantizar un justo proceso cuando se trata de causas con clara implicación política.  

 

--A los asesinos de Jaime Guzmán los protege, en Chile y en el extranjero, la poderosísima y coordinada falange antisistémica que se ha propuesto destruir a la democracia liberal en todo el mundo.  Esa falange es especialmente poderosa en Chile y permea incluso a la justicia, las formaciones políticas y hasta los servicios de seguridad del estado.

 

--Esos asesinos de Jaime Guzmán serian peligrosos de volver a Chile porque podrían inducir a una investigación seria que expondría a los propios partidos de extrema izquierda a la revelación de complicidades insospechadas.  De allí las influencias que se mueven para que permanezcan alejados de nuestras fronteras.

 

--Jaime Guzmán murió porque se esperaba que su sacrificio desestabilizara el proceso transicional que estaba en curso y que era rechazado por la extrema izquierda.  Para suerte de Chile, lo que logró fue consolidar ese proceso y él llevó al país a un dorado periodo de crecimiento y desarrollo que todo el mundo admiró.  Como el Cid Campeador, Jaime Guzmán logró, ya fallecido, su mejor victoria.

 

Nos queda a nosotros, los chilenos de hoy, la dura tarea de retomar esa senda de pacifico crecimiento y volver a derrotar a los que desearían imitar a Palma Salamanca y a sus secuaces.  Pero, para ello, deberemos acostumbrarnos a buscar la verdad detrás del telón.

 

Orlando Sáenz