A ESTA HORA SE DICRIMINA

Íntimamente ligado al concepto de democracia está el de antidiscriminación.  A la hora de declararnos democráticos, todos estamos dispuestos a rechazar la discriminación social en cualquiera de sus formas de manifestación, pero, sin siquiera darnos cuenta, estamos reduciendo el terreno al estricto contorno de los derechos políticos, jurídicos y sociales cuyo respeto constituye la esencia misma de la democracia.  En otras palabras, somos convencionalmente antidiscriminantes porque tácitamente entendemos que nos comprometemos a serlo en un ámbito precisamente determinado ya que ello implica contener nuestra naturaleza humana que es esencialmente discriminatoria.


Porque, en efecto, somos seres que vivimos discriminatoriamente, al punto de que se podría decir, sin exageración alguna, que desde nuestra experiencia, la existencia humana no es más que el continuo ejercicio de nuestra capacidad de elegir.  Cuando nos despertamos y levantamos, nos ponemos un cierto par de zapatos porque discriminamos a todos los otros que podamos tener.  Si desayunamos con café, es porque discriminamos el té.  Si tomamos un bus para ir a trabajar, es porque discriminamos a todos los demás y, para no cansar con los ejemplos, al dormirnos en la noche, si repasamos el día, comprobamos que ha sido el fruto de una interminable serie de opciones que tomamos o no tomamos.  Y lo que es verdad en el plano de lo cotidiano, lo es aún más en los trascendentes planos sentimental, intelectual y ético.  La verdad es que amamos y odiamos discriminatoriamente, creemos o no creemos discriminatoriamente, condenamos o aprobamos discriminatoriamente.  Todos los principales actos determinantes de nuestra vida son consecuencia de opciones discriminatorias: la carrera emprendida, el matrimonio, los hijos, los colegios y universidades, los empleos, las votaciones, etc.


Es la convivencia social y especialmente la vida en democracia las que nos obligan a establecer un ámbito donde debemos suspender nuestra naturaleza selectiva.  Ello redunda en la fijación de una difusa y escabrosa frontera que se supone debe establecer consensuadamente el estado.  Pero esa teoría no impide que allí exista una ancha tierra de nadie donde se mueven cómodamente las incertidumbres, las hipocresías, las demagogias, los disparates y las contradicciones de los más variados signos.  Ese es el espacio en que se mueven a su gusto y vierten su veneno los demagogos, que ganan poder difundiendo mentiras, y los hipócritas que lo hacen difundiendo falacias.


Pero, como a mí me perturban las fronteras difusas porque fácilmente provocan conflictos de conciencia, hace ya mucho tiempo que me propuse precisar a quienes y en que ámbito alcanzaba el compromiso no discriminatorio a que me obliga mi vocación democrática.  Inicialmente ello me pareció fácil.  Me prohibí a mí mismo, formal, solemne y hasta alegremente, discriminar en forma alguna a todos los seres humanos con los que cohabito en mi patria.  No obstante, a poco andar esa promesa se demostró imposible de cumplir, porque simplemente no podía sentirme fraterno y solidario con alguna gente por la que no podía evitar sentir profundo antagonismo y desprecio.


Por largo tiempo me atormentó el problema de definir un compromiso posible entre mi honda vocación democrática y esos sentimientos negativos que me era imposible controlar.  Y entonces, de pronto surgió la solución de la forma en que lo hacen todos los conflictos de ese tipo: con un cuestionamiento de los supuestos básicos.  Simplemente me pregunté: ¿qué define a un ser humano? ¿su aspecto físico o su forma de actuar? Y la respuesta, clara y rotunda, es que no se puede considerar ser humano a quien se comporta como un animal.  Y eso incluye a quienes componen la chusma que todos los viernes sale, como una fiera de su guarida, a destruir mi patria.  Comprende a quienes siembran el terror en la Araucanía destruyendo a los suyos y denigrando a su estirpe.  Ello incluye a los delincuentes que despojan y asesinan a mujeres, ancianos y niños.  Eso incluye a los terroristas que vierten sobre los inocentes sus odios, frustraciones y viles consignas.  Eso incluye a los traficantes y drogadictos que se envilecen a sí mismos y a otros seres debiluchos dispuestos a autodestruirse.  Eso incluye a los agitadores profesionales que siembran el odio y el resentimiento entre sus propios compatriotas.   


Sin embargo, mi autocomplacencia por lo que había descubierto como fruto de mis desvelos, pronto se enfrió al reparar en que, sin tanta retórica, todos habíamos descubierto lo mismo ya que utilizamos palabras como “inhumano”, “deshumanizado”, “bestial” para referirnos a esos seres despreciables para excluirlos de nuestro compromiso antidiscriminatorio.


Por cierto que, además, me atengo frenética y sistemáticamente a dar rienda suelta a mi naturaleza discriminatoria en el ámbito de mi vida personal.  Jamás voy a aceptar que algún tipo de autoridad me obligue a convivir con quien me desagrada, amar o odiar a éste, está o aquel, a controlar el asco que me producen ciertos estigmas físicos o morales, a respetar a quien en realidad desprecio, a elegir entre algo malo y algo peor.  Dicho en palabras simples, para mi la democracia es un sistema político al que adhiero con inclaudicable apego pero que solo me obliga en mi condición de ciudadano, porque en el ámbito de mi intimidad soy fanáticamente autoritario.


Hay muchos que ven en nuestra eterna obligación discriminatoria una condena.  No reparan en que, en realidad, es el modo de gozar de nuestro máximo don como es el del libre albedrio, de nuestra libertad para optar, de nuestra capacidad para hacer de la vida lo que nos merecemos.  En forma maravillosa, el gran Jorge Luis Borges ilustró ese concepto en su estupendo cuento “El Jardín de los Senderos que se Bifurcan”, en que además insinuó la alucinante idea de que tal vez existen, en infinitas dimensiones diferentes, infinitos universos en que ocurre lo que habría aquí ocurrido si hubiéramos tomado el otro camino en cualquiera bifurcación de su maravilloso jardín.


Se necesita ser un genio como Borges para siquiera imaginar esa vertiginosa idea, pero no se puede negar que complace pensar que puede coexistir, con el nuestro, otro mundo, en otra dimensión, en que Tellier es un obispo ortodoxo, Maduro es un toni de circo, Sebastián Piñera solo se dedica a los negocios y la Bachelet es corredora de propiedades en Machalí.


Orlando Sáenz